Por: Alexander Rojas R.
Desde una perspectiva democrática y más allá de los compromisos ideológicos o éticos, es un privilegio contar en nuestra política criolla con un universo de personas e ideas. Desde los berrinches infantiles del senador Polo Polo —obsesionado con un golpe de estado—, el añejo clasismo de Vargas Lleras —propinando coscorrones a funcionarios públicos como a sus propios domésticos—, hasta nuestra potencial futura y primera presidenta de la República, Vicky Dávila —la periodista más mediocre y sectaria de Colombia. Sin embargo, si bien nuestra olvidada revolución de 1810 inauguró la política de muchos, lo cierto es que los modernos aparatos estatales del siglo XXI necesitan, ante todo, de la política de unos pocos: el tecnócrata.
Desde el Renacimiento, el mundo occidental ha estado preocupado por crear una casta de hombres especialistas en los asuntos públicos. Maquiavelo fue, quizás, el primer pensador moderno en exigirle al «Príncipe» conocimientos técnicos sobre la administración, la guerra y las relaciones internacionales. Más tarde, Luis XIV, creó una espléndida corte en Versalles para sostener un naciente imperio. A comienzos del siglo XX, inspirado en China y Japón, el sociólogo Max Weber acuñó la idea del «Estado burocrático moderno», cuya gran diferencia era precisamente la aparición del tecnócrata como elemento fundamental en el manejo de las funciones públicas. Una larga tradición que en el caso francés se ha materializado en esas exclusivas Écoles de Sciences Po, las cuales son condición sine qua non para ingresar al Estado.
No obstante, el caso colombiano, como de costumbre, es una paradoja. El pacto de repartición paritaria del Frente Nacional (1958-1982) convirtió el Estado en un botín electoral. Así, cada cuatro años la burocracia era arrasada por la clientela del nuevo partido gobernante. Una práctica que difícilmente el constitucionalismo de 1991 pudo erradicar. Hoy en día, mientras que el Estado se expande más se especializa menos. Algunos estudios sugieren que más del 60% de los cargos de la administración pública son de libre nombramiento y remoción, es decir, de selección a dedo y para reproducir la red de clientela. Por honor a la democracia, deberíamos comenzar a exigir que los pocos (y mejores por mérito propio) sean cada vez más los que determinen nuestras libertades, derechos, servicios sociales y bienes públicos. Esa sería una promesa sensata de «cambio».
Politólogo y analista de la Universidad El Bosque, Bogotá.