Por: Luis Ernesto Salas Monje Economista, especializado en Planeación Regional y Urbana
Opinión
Vivimos en una sociedad donde el terror, la culpa y la mentira son como los tres cerditos de la manipulación: cada uno construye su casita para que el gran lobo del poder soplé y soplé hasta dominarnos por completo. No es un descubrimiento revolucionario, pero vaya que lo disfrazamos bien con hashtags, tendencias y discursos tan filosóficos como los de Trump.
La culpa, ha sido la piedra angular del control social desde tiempos inmemoriales, primero con la religión y ahora con las ideologías modernas. Lo cual es cierto, aunque también podría decirse que la culpa es como esa tía entrometida en las cenas familiares: nunca se va del todo, solo cambia de tema. Antes nos hacían sentir culpables por no rezar suficiente, ahora nos flagelamos por no reciclar o por no haber leído a Garcia Marquez (y ser incapaces de entenderlo cuando lo intentamos).
Hablando de leer, se rescata la importancia del conocimiento como la gran arma de liberación de la humanidad. ¡Bravo! Aunque suena un poco a manual de superación personal: “Si quieres ser libre, aprende algo nuevo cada día”. Lo malo es que, en la era de la emotiocracia, la inteligencia se mide en “me gusta” y el conocimiento en la capacidad de opinar sin haber leído el contenido completo. Es un mundo donde la profundidad intelectual de una generación se resume en saber diferenciar entre un meme y una noticia real (y, aun así, se equivocan la mitad de las veces).
También se ha dicho que la felicidad se ha convertido en el gran objetivo social, y que la gente prefiere ser feliz antes que libre. Y la verdad es que, con la vida tan costosa y las políticas de este gobierno más caóticas que un episodio de reality show, el “poder ser feliz” ya es un lujo comparable con tener el mejor celular. ¿Nos alienamos con entretenimiento superficial? Por supuesto. Pero también nos alienamos con discursos apocalípticos sobre cómo el mundo se desmorona. Lo importante es elegir bien con qué nos distraemos.
No podía faltar la crítica a los nuevos puritanos, esos campeones de la corrección política que condenan libros clásicos por contener violencia o racismo, como si el pasado hubiera sido escrito por activistas de Twitter. La censura literaria e ideológica es como los pantalones de campana: desaparecen por décadas, pero siempre vuelven en nuevas versiones, más extremas y menos cómodas.
Los idealistas, con su afán de alcanzar lo inalcanzable, han sido responsables de más de un desastre histórico. Sin embargo, también podríamos decir que sin ellos aún pensaríamos que la Tierra es el centro del universo y que la higiene es solo una moda pasajera. Un toque de idealismo es el motor del progreso, pero en exceso, te transforma en un caballero andante luchando contra gigantes imaginarios, ya sea en la llanura de La Mancha o en los comentarios de las redes sociales.
¿Somos víctimas del miedo o simplemente disfrutamos vivir con una cuota de paranoia? ¿Nos alienamos voluntariamente o el mundo es tan absurdo que un poco de distracción es un mecanismo de defensa? Y, sobre todo, ¿qué haría Don Quijote si tuviera una cuenta de TikTok? Para reflexionar.