Por: Jorge García Quiroga
Opinión
Aunque muchos lo ven como algo simple o meramente entretenido, el chisme, también conocido como chismorreo o rumor, es una de las formas más antiguas de comunicación social. No se trata solo de hablar por hablar: la ciencia ha demostrado que forma parte de nuestra evolución como especie y que fue clave para sobrevivir y construir sociedades más complejas.
Según el antropólogo británico Robin Dunbar, el lenguaje humano evolucionó, en parte, para que pudiéramos compartir información sobre otras personas. En tiempos prehistóricos, cuando los humanos vivíamos en grupos pequeños, sin leyes escritas ni jueces, el chisme funcionaba como un sistema informal de control social: ayudaba a identificar a quienes no cooperaban, a los tramposos y a los desleales. En otras palabras, chismear era una forma de proteger al grupo y fortalecer la confianza entre sus miembros.
Y eso no ha cambiado demasiado. Aunque hoy contamos con instituciones, medios de comunicación, redes sociales y normas establecidas, el chisme sigue más vivo que nunca. En los pueblos de Colombia circula en la tienda, en la peluquería, en la iglesia, en la cancha y hasta en los velorios. En las ciudades se mueve por los pasillos de oficina, los grupos de WhatsApp, las emisoras locales o las redes sociales. Se ha convertido en una especie de “noticiero informal”, donde todos opinan, todos escuchan y todos, en algún momento, son protagonistas.
Más allá de lo cotidiano, el chisme también es una herramienta de poder. Los líderes comunitarios lo usan para posicionarse; los políticos, para debilitar a sus rivales; los empresarios, para anticipar reacciones o poner a prueba estrategias. Incluso en los niveles más altos, desde el político de menor rango hasta la presidencia, el chisme puede convertirse en una táctica: se lanza un rumor para medir el ambiente, se filtra información para preparar el terreno o se ensaya un discurso antes de hacerlo oficial.
¿Por qué funciona tan bien? Porque el chisme apela a las emociones, circula rápido y muchas veces se percibe como más confiable que la versión oficial. Cuando alguien cercano nos cuenta algo, tendemos a creerlo más que si lo leemos en un comunicado. Además, compartir chismes nos hace sentir parte del grupo. Saber algo que otros no saben genera una sensación de pertenencia, de poder, de influencia.
Pero, como toda herramienta poderosa, el chisme tiene doble filo. Cuando se utiliza sin responsabilidad, sin verificar o con mala intención, puede causar daños profundos: destruir reputaciones, sembrar divisiones, generar miedo o provocar conflictos. Lo que comienza como un comentario aparentemente inofensivo puede terminar marginando a una persona, arruinando una carrera o alimentando odios difíciles de reparar.
Todos, en algún momento, chismeamos. Es parte de lo que nos hace humanos. Pero también tenemos la capacidad de decidir cómo usar esa información: para unir o dividir, para proteger o dañar, para fortalecer a la comunidad o generar caos.
En una sociedad como la colombiana, donde muchas veces la desconfianza institucional hace que el chisme reemplace a la información oficial, el reto no es eliminarlo. El verdadero desafío es aprender a manejarlo, a filtrarlo y, sobre todo, a usarlo con ética.
Porque una historia mal contada puede ser más peligrosa que una mentira. Pero una bien contada puede proteger a muchos.
