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La mente del agresor

Por: Jorge García Quiroga

Opinión

Cada vez que un hecho violento sacude al país, surgen las mismas preguntas: ¿qué lleva a alguien a matar, golpear o abusar de otro ser humano? ¿Qué ocurre en la mente de quien cruza la línea de lo irreparable? La reacción colectiva es inmediata: repudio, indignación, tristeza. Sin embargo, si solo respondemos con emoción, quedamos atrapados en un ciclo que se repite sin cesar.

Comprender las causas de la violencia no significa justificarla. Es un paso necesario para prevenirla y reducirla. La neurociencia y la psicología han aportado importantes hallazgos al respecto. El neurocriminólogo Adrian Raine ha demostrado que algunas personas violentas presentan alteraciones en áreas cerebrales como la corteza prefrontal, que regula el juicio y el control de los impulsos, y la amígdala, que influye en la empatía y las respuestas emocionales. Estos factores no determinan por sí solos un acto violento, pero sí pueden aumentar el riesgo cuando se combinan con condiciones sociales adversas.

La violencia estructural, la pobreza, el abandono, el maltrato infantil y la exclusión social son entornos propicios para que la agresividad se normalice y, con el tiempo, se convierta en conducta. Pero es importante decirlo con claridad: estos factores pueden explicar, pero no excusar. La violencia no es una condena biológica ni una fatalidad. Es una decisión.

Es peligroso que se utilicen los estudios científicos o psicológicos como escudo para suavizar la responsabilidad de quien agrede. La ciencia debe ayudar a entender y a prevenir, no a justificar lo injustificable. Por eso resulta inquietante que, en algunos discursos, el agresor termine siendo presentado como víctima de sus circunstancias, mientras se diluye la gravedad del daño causado.

Albert Bandura explicó, a través de su teoría de la deshumanización, cómo algunos individuos logran anular su empatía hacia la víctima al verla como alguien inferior o culpable. En países como Colombia, estas actitudes se ven reforzadas por una cultura que todavía tolera el machismo, la venganza y la violencia como formas válidas de resolver conflictos. No es coincidencia que muchos crímenes sean justificados por razones como los celos, el honor o la necesidad de “no dejarse”.

Nuestra respuesta institucional ha sido, en muchos casos, insuficiente. Se castiga, sí, pero se previene poco. Las cárceles se llenan mientras las raíces del problema siguen intactas. La prisión es necesaria cuando se ha cometido un delito, pero no rompe el ciclo si no va acompañada de políticas públicas que actúen desde la infancia, la escuela, la salud mental y la familia.

La educación emocional, el acceso real a servicios de salud mental, el acompañamiento comunitario y la atención integral a las víctimas son pilares que aún estamos lejos de fortalecer. No basta con reaccionar. Es urgente anticiparse.

Mientras tratemos la violencia como una anomalía momentánea o como un problema ajeno, seguiremos alimentando su reproducción. No se trata de mirar al agresor con compasión, pero sí con inteligencia. Entenderlo no es absolverlo. Es tomar decisiones informadas para que la historia no se repita.
Porque si no estamos dispuestos a ver las causas de fondo, entonces no estamos enfrentando la violencia. Solo estamos esperando a que vuelva, una y otra vez, con distinto rostro, pero con el mismo daño.

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