Por: Jorge García Quiroga
Opinión
En el corazón del sur colombiano, abrazado por el río Magdalena y custodiado por cordilleras que parecen susurrar leyendas al viento, florece el Departamento del Huila, tierra de montañas luminosas y de gente que camina con dignidad el legado de sus ancestros. Hace 120 años, un 15 de junio de 1905, nació oficialmente como departamento mediante la Ley 46, y desde entonces comenzó a latir con nombre y acento propio: el del opita.
Decir opita es evocar una manera de ser, de hablar, de mirar el mundo. Aunque el gentilicio oficial es huilense, la palabra opita contiene una carga afectiva y cultural mucho más profunda. Nació del pueblo y para el pueblo, como una expresión de identidad que ha perdurado en el tiempo.
Uno de los orígenes más entrañables atribuye su raíz a la expresión “opa”, una forma de saludo coloquial que los huilenses, especialmente en el sur del departamento, usaban y aún usan al encontrarse casualmente con alguien. Así como hoy decimos “hola” o “qué hubo”, antes bastaba con un espontáneo “¡opa!”. De ahí, con el cariño de lo cotidiano, habría nacido opita. Sin embargo, es justo decir que esta interpretación, aunque muy difundida, no cuenta con una base científica comprobada. Es más bien una construcción cultural compartida, viva en la memoria colectiva.
Otras teorías, igualmente pintorescas, alimentan el imaginario. Algunos sostienen que el término proviene del quechua upa, referido a personas con dificultades auditivas o cognitivas; otros, que surgió en las gradas del estadio Guillermo Plazas Alcid con el grito “¡O juega… o pita!”; y hay quienes lo vinculan con la red de correos y espías conocida como OPA en tiempos de Bolívar. Todas son versiones sin respaldo académico, pero con valor simbólico: expresan la riqueza del relato popular, esa otra forma de verdad que se transmite entre generaciones.
Lo que sí es cierto es que ser opita va más allá del nombre. Es ser parte de una región que honra sus raíces: desde las estatuas sagradas de San Agustín hasta las tradiciones del San Pedro; desde las deliciosas achiras que saben a infancia hasta el baile del Sanjuanero que se lleva en el alma. El opita es trabajador, honesto, sencillo, orgulloso de lo suyo. Y aunque a veces se diga que hay en él una pizca de ingenuidad, esa misma candidez es reflejo de su corazón transparente.
En 1905, cuando el Huila se convirtió oficialmente en departamento, su gente ya llevaba siglos tejiendo identidad en medio de caminos polvorientos y guitarras que cantaban la vida. La ley solo formalizó lo que ya existía: una tierra viva, llena de voces y de memoria.
Ser opita es, al final, un acto de pertenencia. Una forma de estar en el mundo con los pies en la tierra y la mirada noble. Una palabra sencilla que, como el mismo Huila, no necesita adornos para brillar.
