Por: Fredy Tovar Montenegro
Opinión
Cada año, en medio del jolgorio de las fiestas de San Pedro en el Huila, se repite una escena que muchos defienden como parte del folclor, cientos de caballos marchando por las calles, montados por hombres y mujeres en su mayoría con sombrero, trago en mano y música a todo volumen, como si fuera una expresión auténtica de nuestra identidad. Pero está muy sano preguntarnos ¿de dónde viene realmente esta práctica? ¿Es una tradición propia o una costumbre heredada de Europa que ya no tiene lugar en una sociedad que se pretende moderna, en crecimiento y cosmopolitan? ¿Qué tan vigentes son las practicas que incluyen el maltrato animal?
Las cabalgatas no son una creación cultural de los pueblos originarios ni una invención campesina o mestiza. Surgieron en América Latina como una adaptación de los desfiles ecuestres de la nobleza europea, particularmente española, que usaban al caballo como símbolo de poder, virilidad y prestigio social. El caballo, animal de lujo durante la colonia, fue monopolizado por los conquistadores y la élite criolla. No todos podían montarlo; era privilegio de pocos, una forma de marcar jerarquías en una sociedad profundamente desigual.
En Colombia, este modelo se replicó con fuerza. Las grandes haciendas, los terratenientes y los ganaderos convirtieron el caballo en emblema de su estatus. Las primeras cabalgatas públicas no eran fiestas populares, sino exhibiciones de poder económico y control territorial. Con el tiempo, se incorporaron a ferias y festividades locales, pero siempre manteniendo su carácter de espectáculo elitista, profundamente clasista, patriarcal y excluyente. Basta ver quién monta, qué tipo de caballos se exhiben y cuánto cuesta participar para entender que no estamos hablando de una costumbre popular, tampoco de un elemento que nos identifique, sino de un ritual de arrogancia, poder y maltrato animal.
Hoy, en pleno siglo XXI, seguimos celebrando una práctica que tiene más que ver con la lógica del dominio sobre los animales, sobre el espacio público y sobre la memoria colectiva, que con la alegría del pueblo. Y mientras en Europa, cuna de estas costumbres, no existen desfiles ecuestres como parte de las festividades civiles, en Colombia aún se sostienen como parte de una supuesta “tradición”.
La buena noticia es que muchas ciudades colombianas han empezado a reconocer lo anacrónico y problemático de estas prácticas. En Bogotá, Medellín, Pereira, Manizales, Ibagué, Bucaramanga y Cali, se han cancelado las cabalgatas por razones éticas, ambientales y sociales. Festividades como la Feria de las Flores, la Feria de Manizales, la Feria de Cali, el Festival Folclórico Colombiano en Ibagué, entre otras, han optado por promover desfiles artísticos, comparsas, manifestaciones culturales vivas y respetuosas con la vida, eliminando las cabalgatas de la agenda festiva.
Entonces, ¿por qué en algunos sectores del Huila todavía se insiste en mantener esta práctica? ¿A qué le tememos cuando se propone un cambio? ¿A perder una supuesta identidad o, más bien, a perder un privilegio simbólico?
La verdadera tradición no es la que se repite ciegamente, sino la que se revisa con conciencia y desde la perspectiva ética. El San Pedro huilense tiene suficientes elementos auténticos, populares y profundamente nuestros como la danza del Sanjuanero, los rajaleñas, los desfiles de comparsas, las bandas papayeras, la cocina típica, el ingenio popular y sus carrozas… ¿de verdad necesitamos una parada de caballos maltratados para cerrar los desfiles y sentirnos festivos?
Es hora de desmontar mitos y mirar con honestidad nuestra historia. Las cabalgatas no son patrimonio cultural o de identidad, son un vestigio de una sociedad jerárquica que ya deberíamos haber superado. Celebrar la vida, la cultura y la alegría del pueblo huilense no puede seguir estando atado al sufrimiento animal ni al espectáculo del poder.
Las fiestas del San Pedro como algunas fiestas populares municipales ameritan una remodelación estratégica de inmediato.