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El Huila tiene dos pacientes graves: su red hospitalaria y sus médicos

Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina

Opinión

En las montañas de Iquira, una madre camina dos horas con su hijo enfermo para llegar al centro de salud más cercano. Al llegar, le dicen que no hay médico. Que vuelva mañana, o que intente en el municipio vecino, si consigue transporte. Este no es un caso aislado, es el retrato diario de la crisis silenciosa que está ahogando a los hospitales y centros de salud del Huila.

Según el Índice de Salud Rural 2024, más de un tercio de los hospitales del país están en riesgo financiero. En el Huila, la cifra se siente más dura, despidos, reducción de servicios y hasta cierre de áreas completas son ahora parte del paisaje. Y conviene dejarlo claro, esta crisis no es responsabilidad del gobierno departamental ni de las administraciones municipales. Por el contrario, son ellos quienes a diario intentan remendar con recursos limitados un sistema que se está desmoronando por decisiones y estrategias fallidas tomadas en el nivel nacional.

Las cifras son elocuentes, las EPS adeudan casi un billón de pesos a los hospitales del departamento. Ese dinero no son simples números en un balance, son camas que no se compran, medicamentos que no llegan, personal que se va. Y este ahogo financiero no es un accidente, es consecuencia directa del mal manejo, la falta de estrategia y la errática política de salud implementada por el gobierno de Gustavo Petro, que ha debilitado la red hospitalaria pública.

Por culpa precisamente de estas deudas, médicos y personal de salud han dejado de trabajar en varios municipios porque les adeudan meses de salario. Y aunque muchos, por pura vocación y compromiso con la salud de los colombianos, han seguido atendiendo a los pacientes, la realidad es que también tienen que comer, pagar un arriendo, vestir a sus hijos y sostener a una familia. Su entrega admirable no debería ocultar el hecho de que ellos también son pacientes en estado crítico, víctimas directas de un sistema que se beneficia de su sacrificio pero no les paga a tiempo lo que por derecho les corresponde.

Mientras tanto, la vida se apaga en silencio. En municipios como Palestina o Santa María, un solo médico atiende a miles de personas. La telemedicina, que se suponía la solución moderna para conectar la ciudad con la vereda, apenas funciona por la precariedad de la conectividad. La salud preventiva, los controles prenatales, la atención a la salud mental… todo queda relegado, cuando no abandonado.

La indignación es inevitable. ¿Cómo aceptar que en pleno siglo XXI, en un departamento que exporta café, arroz y talento humano, haya ciudadanos que mueran porque una ambulancia no tiene gasolina o porque un hospital no puede contratar una enfermera? ¿Cómo tolerar que la salud, un derecho fundamental, se trate como una deuda negociable y no como una prioridad?

No basta con diagnósticos ni con mesas de trabajo que se eternizan. El Gobierno Nacional debe asumir su responsabilidad, el pago inmediato de las deudas de las EPS, fortalecimiento de la red pública, inversión real en infraestructura y conectividad, y un plan serio para garantizar la salud rural como un derecho, no como un servicio de segunda categoría.

Porque detrás de cada cifra hay un nombre, una familia, una historia que merece ser contada… y salvada. El paciente (la salud rural) está en estado crítico, y la cura solo llegará si desde Bogotá se decide, por fin, tratarlo con la urgencia que merece.

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