Por : Ana Maria Rincón Herrera
Opinión
En la historia reciente de nuestro país, hay figuras que, aunque no hayan llegado al cargo más alto, dejan una huella profunda en la vida pública. Miguel Uribe Turbay es, sin duda, uno de esos nombres que se graban en la memoria colectiva. Joven, preparado y con una vocación de servicio inquebrantable, representó para muchos la esperanza de una política diferente: una política que combina firmeza en las convicciones con apertura al diálogo; que pone el interés nacional por encima de la conveniencia personal.
Colombia y nosotros, los colombianos perdimos la oportunidad de tener un Presidente que conocía de primera mano el funcionamiento del Estado, que entendía la importancia de las instituciones y que nunca rehuyó la responsabilidad de tomar decisiones difíciles. Como concejal de Bogotá, dejó claro que la transparencia no es un discurso, sino una práctica diaria. Como secretario de Gobierno de la capital, enfrentó momentos de crisis con carácter, demostrando que el liderazgo verdadero no se mide por los tiempos fáciles, sino en las tormentas.
Miguel Uribe fue más que un político: fue un constructor de consensos, un defensor de la legalidad y un promotor incansable de políticas que buscaban el bienestar colectivo. Su compromiso con la seguridad ciudadana, la generación de empleo y la modernización del Estado eran la prueba de una visión clara y pragmática para un país que muchas veces se pierde en promesas vacías.
Y fue justamente esa firmeza, esa resistencia contra la corrupción y los intereses oscuros, lo que terminó costándole la vida. Miguel Uribe fue callado a la fuerza por quienes sabían que su llegada a la Presidencia significaría el desmantelamiento de redes de poder ilegítimas y el fin de privilegios construidos sobre el dolor, la pobreza y el olvido de los colombianos. Lo mataron para que Colombia y todos nosotros no pudiéramos elegir un liderazgo que hubiera amenazado con desmontar el sistema de corrupción que domina al país.
No verlo llegar a la Casa de Nariño no es solo una derrota electoral, sino una herida para la democracia y un fracaso que compartimos como nación. En tiempos en los que la polarización, la improvisación y el populismo parecen ganar terreno, líderes como Miguel Uribe son un recordatorio de que sí existe otra manera de hacer política: una que respeta, construye y deja legado.
Quizá la historia se encargue de mostrarnos que su ausencia en la Presidencia no borrará su aporte, porque su ejemplo seguirá inspirando a quienes creemos que servir a Colombia es un honor, no un botín. Y aunque no llegó a ser el presidente que soñamos, Miguel Uribe Turbay ya es, para la historia, uno de los líderes que este país necesitó y que nosotros, los colombianos, no supimos proteger.
Pero su muerte no puede quedar solo en el lamento de lo que fue y no será. Debe convertirse en una promesa: la promesa de no ceder más espacio a la corrupción, de no claudicar ante el miedo, de no callar cuando la verdad y la justicia lo exijan.
Si su voz fue silenciada, que sean miles las que se levanten en su lugar.
En esa promesa también vive la memoria de otros que soñaron con una Colombia mejor y ya no están para verla. Mi hijo, Sergio Younes, joven promesa de la política huilense, partió con ese mismo anhelo en el corazón: un país libre de corrupción, seguro, próspero y justo. Su ausencia, como la de Miguel, nos recuerda que no podemos rendirnos.
Miguel y Sergio hoy representan la esperanza que aún late en Colombia. Son el símbolo de una generación que no se conformó con lo que había y se atrevió a soñar con lo que podía ser. Honrar sus vidas es luchar por ese sueño hasta verlo cumplido. Porque el mejor homenaje que podemos darles no es un minuto de silencio, sino una vida entera de acción para que la Colombia por la que ellos dieron todo, algún día, sea una realidad.
