Por: Andrés Calderón
Opinión
Durante décadas, la idea del crecimiento económico obsesionó a los gobiernos y fue tomada como uno de los principales indicadores del éxito, especialmente nacionales, quienes en el marco del boom industrial (revolución industrial) adoptaron nuevas formas de la economía, ya no feudal o mercantilista, sino capitalista, el paradigma mundial contemporáneo, la economía laissez-faire y la mano invisible de Adam Smith. Como hijo del nuevo sistema social y económico, el capitalismo, que cooptó la mayoría del territorio mundial por encima de las ideas de Marx y Engels y el fenómeno cooperativista, surge el modelo de producción en masa que determinó el rumbo de esta economía hasta hoy. Hablamos del modelo fordista, una estrategia que no es otra cosa que la especialización de procesos en la cadena de producción que permite ofertar grandes cantidades de productos a menores costos, incentivando drásticamente el consumo. Se da inicio a una segunda revolución en la industria y se crea el paradigma de la especialización. Un poco antes, el taylorismo había sentado las bases.
No obstante, esta circunstancia que supuso la fórmula para el desarrollo de la industria en Occidente, empujando la demanda y el surgimiento de una nueva clase social media, trabajadores de la industria en mejores condiciones, no corrigió los desequilibrios económicos entre naciones, como sí lo pudieron hacer aquellos que acompañaron su proceso industrializador con medidas como inversión en educación e investigación, el desarrollo de competencia y la formalidad misma que generó el proceso industrializador.
Tal es el caso de África y América Latina, que han sido ajenas a las bondades de este sistema capitalista y sus distintas corrientes, pero que, en cambio, sí han asumido por igual las consecuencias que, a largo plazo, la humanidad ha evidenciado y definido claramente; esto es, el cambio climático.
Es importante resaltar cómo estos modelos de desarrollo de la industria no solo han sido ajenos, por ejemplo, para algunas partes de nuestra región, sino también poco efectivos en las zonas implementadas. Los intentos de industrialización que se iniciaron en los años 30 fenecieron, como fue el caso de Colombia, ante la imposibilidad de competir con los países altamente industrializados en la nueva escena mundial (globalización) que adoptó el país formalmente con la llamada apertura económica en los 90, y que nos llevó a la dependencia del carbón, el petróleo y la coca. La región, a diferencia de Asia, que alguna vez fue incluso más pobre, no ha logrado hacer parte de las cadenas de valor internacional y tampoco ha podido defender a sus consumidores de la competencia internacional. Así las cosas, por ejemplo, Colombia hoy depende sustancialmente del mercado internacional, especialmente en tecnología, pero, además, importa buena parte del consumo de alimentos (30%), de los cuales importa el 85% de cereales, legumbres.
A excepción de México, que sí se ha beneficiado del tratado de libre comercio con Estados Unidos, A.L. presenta rendimientos muy bajos en cuanto a los cambios en la especialización y uso de las tecnologías (13%). La productividad laboral y de los factores en la región viene en declive durante las últimas cinco décadas en comparación con EE. UU. y China, principalmente. Por otro lado, la región, a la cual se anexa el Caribe también, lleva 30 años siendo la más desigual del mundo; el 1% más rico acumula el 40% de la riqueza. En nuestro país y Chile, esa proporción de acumulación del 1% más rico está en el 37% y 40%, respectivamente.
Otro tema son las brechas entre las grandes urbes y las regiones o municipios al interior de los países, donde se acentúan más las desigualdades, lo que implica atender los procesos de descentralización y nuevos modelos de desarrollo local que se ajusten a sus necesidades. Pero eso será tema de otra columna.
