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Huila: la democracia bajo fuego cruzado

Por: Ana María Rincón Herrera

Opinión

El Huila atraviesa una coyuntura de violencia que amenaza con desbordar la institucionalidad y debilitar el tejido social. El secuestro, que muchos daban por superado, ha regresado como una práctica recurrente de grupos armados ilegales y bandas criminales para financiarse y enviar mensajes de poder. Pero la situación va más allá: el miedo se ha convertido en la estrategia más efectiva de quienes disputan el control territorial y social en el departamento.

En este contexto, la criminalidad no distingue entre ciudadanos, líderes sociales o representantes de la política. La clase política huilense congresistas, diputados, alcaldes, concejales y otros servidores públicos ha sido blanco de amenazas, atentados y campañas de amedrentamiento. La intimidación busca condicionar decisiones, frenar denuncias y limitar la presencia institucional en los territorios. Cada vez que un dirigente recibe una amenaza, el mensaje es claro: el poder de las armas pretende imponerse sobre la legitimidad de las urnas. El resultado es que muchos representantes se ven obligados a blindarse con esquemas de seguridad, a replegarse de sus comunidades y, en ocasiones, a guardar silencio frente a temas sensibles.

El panorama para los líderes sociales es aún más crítico. Defensores de derechos humanos, voceros de comunidades rurales, indígenas y campesinas, así como presidentes de juntas de acción comunal, viven bajo la constante amenaza de la violencia. Los asesinatos selectivos y las intimidaciones tienen un efecto devastador: desarticulan procesos comunitarios, debilitan la organización social y generan un clima de miedo que impide que las comunidades reclamen lo que por derecho les corresponde. Callar a un líder social es, en la práctica, acallar a toda una comunidad.

La combinación de atentados contra dirigentes políticos y asesinatos de líderes sociales revela una estrategia criminal que no solo busca controlar economías ilegales como el narcotráfico y la minería ilegal, sino también capturar el poder simbólico y real que tienen quienes representan a la sociedad. Al debilitar la política y la organización social, los grupos armados logran instalarse como la única autoridad reconocida en muchas zonas del Huila.

La respuesta del Estado, aunque visible en consejos de seguridad y patrullajes, sigue siendo reactiva y fragmentada. Se necesita más que operativos militares: se requiere una política integral que proteja la vida de quienes ejercen liderazgo social y político, que fortalezca la justicia para reducir la impunidad y que lleve inversión social sostenida a las zonas más golpeadas. Solo así será posible restarle terreno al miedo y devolverle aire a la democracia.

La violencia en el Huila no es solo un problema de orden público; es una amenaza directa contra la representación ciudadana y contra la capacidad de la sociedad para gobernarse a sí misma. Mientras líderes sociales y políticos sigan siendo blanco de las balas y del amedrentamiento, la democracia huilense estará en riesgo de convertirse en un cascarón vacío. La tarea urgente es proteger a quienes hoy encarnan la voz de las comunidades y la legitimidad del Estado, porque sin ellos, el futuro del departamento quedará en manos de la ilegalidad.

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