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Otra historia que se apaga. Atlético Huila

Por Pedro Javier Jiménez

Opinión

Quiero iniciar dando las gracias, a los dirigentes departamentales y en especial al señor Alcalde. Su legado no será la grandeza de la marca “Neiva te ama”, sino haber llenado de razones para sentir vergüenza, no orgullo. Porque en el silencio de sus despachos apagó el grito más hermoso que podíamos tener: ¡ Huila, Huila, Huila!

Perder al Atlético Huila no es simplemente perder un equipo de fútbol. Es dejar ir un pedazo de nuestra identidad, de esas fibras invisibles que nos han unido como huilenses en medio de la adversidad y de la alegría. ¿Cuántas veces no gritamos juntos un gol en el Guillermo Plazas Alcid? ¿Cuántas lágrimas se derramaron en finales soñadas, en ascensos celebrados como si fueran victorias eternas? Cada triunfo del Huila fue una bandera verde y amarilla ondeando más alto en el corazón de los opitas.

Hoy, esa bandera parece desvanecerse. Muchos dirán que los inversionistas ecuatorianos nunca quisieron al equipo en Neiva, que no había proyecto. Pero lo que realmente falló fue nuestra institucionalidad. El alcalde y su equipo no mostraron la grandeza ni la capacidad de gestión para defender al club que nos pertenece a todos. No supimos de gestiones, de propuestas, de soluciones que permitieran anclar al Atlético Huila a su tierra. Lo triste es que no son los inversionistas quienes nos quitan al equipo: es nuestra clase dirigente la que ha permitido que lo perdamos.

El Atlético Huila no solo tiene goles y camisetas amarillas. Es motor económico, es esperanza, es sustento para cientos de familias. Allí trabajan jugadores, técnicos, preparadores físicos, médicos, fisioterapeutas, utileros, administrativos, encargados de boletería, seguridad, mantenimiento, logística y limpieza. Y alrededor de cada partido vive también el rebusque de vendedores ambulantes, comerciantes del centro, transportadores, medios de comunicación, hoteleros y restaurantes. Son más de mil empleos directos e indirectos, muchos de ellos de jóvenes que encuentran en el fútbol la oportunidad que la ciudad les niega en otros frentes.

Cada gol que gritamos fue también un respiro de esperanza para Neiva. Cada domingo en el estadio fue un ritual de comunidad, una misa futbolera donde aprendimos que sí podíamos creer en algo juntos. Y hoy, cuando más jugadores huilenses conforman la titular, cuando parecía que el club volvía a reconocerse en su tierra, lo dejamos ir.

Como el estadio convertido en ruina, era previsible que el equipo también terminara por derrumbarse. Y con él se va otro de nuestros símbolos de orgullo, otra razón para decir con el pecho inflado que ser opita vale la pena. Nos quitan el fútbol, pero lo que más duele es que lo entregamos sin pelearlo. Huila, Huila, Huila!

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