Por: Edwin Renier Valencia Rodríguez
Opinión
La educación financiera es, en el fondo, una forma de libertad. Cuando más personas en una comunidad entienden cómo administrar sus recursos, todos ganamos: hay menos endeudamiento, más ahorro, más inversión en proyectos productivos y, sobre todo, más tranquilidad. Enseñar a manejar el dinero no es solo enseñar a sumar y restar, es enseñar a vivir mejor.
En un mundo donde cada día es más fácil gastar, endeudarse o dejarse llevar por las compras impulsivas, aprender a manejar el dinero se ha vuelto tan importante como aprender a leer o escribir. La educación financiera no es un tema solo para economistas o banqueros; es una habilidad que todos necesitamos para tomar decisiones más inteligentes sobre cómo usamos, ahorramos o invertimos nuestros recursos.
Tener educación financiera significa conocer lo básico sobre cómo funciona el dinero en nuestra vida diaria. Es entender cuánto ganamos realmente, en qué se nos va el dinero, cómo ahorrar un poco cada mes y cómo prepararnos para los imprevistos. En otras palabras, es aprender a cuidar lo que tanto cuesta conseguir.
El costo de vida se ha disparado. Los alimentos, los servicios públicos, el transporte, la vivienda y hasta los pequeños antojos que daban alegría a la semana, ahora pesan más en el bolsillo. Cada subida, por pequeña que parezca, se acumula como una piedra más en la carga de quienes viven con ingresos fijos o informales. Mientras tanto, los salarios no crecen al mismo ritmo, y la brecha entre lo que se gana y lo que se necesita cubrir se hace cada vez más grande.
Detrás de cada cifra de inflación hay historias reales: madres que hacen malabares para que el mercado alcance, jóvenes que aplazan sus sueños por falta de recursos, familias que recortan en lo esencial para poder pagar los servicios, emprendedores que luchan por mantener sus negocios a flote. La carestía no se vive solo en los bolsillos, sino también en el ánimo de la gente, en la preocupación constante de que “mañana todo puede estar más caro”.
El impacto es especialmente fuerte en regiones donde los ingresos dependen del trabajo informal o del campo. En los municipios del Huila, por ejemplo, muchos hogares sienten cómo los precios de los alimentos básicos como el arroz, los huevos, el aceite o el café suben más rápido que las oportunidades de ingreso. Y aunque el esfuerzo y la resiliencia son admirables, la sensación general es que cada día cuesta más sostener la vida cotidiana.
Esta situación no solo afecta la economía familiar, también cambia los hábitos y las relaciones. Las personas aprenden a priorizar, a decir “no” a lo que antes era común, a buscar segundas opciones, a reemplazar productos o a recorrer varios sitios para encontrar lo más barato. En medio de la carestía, la creatividad se convierte en una forma de resistencia, pero también en una señal de lo difícil que se ha vuelto vivir con dignidad.
La carestía, además, deja una huella silenciosa. No solo golpea el presente, sino que erosiona la confianza en el futuro. Las personas empiezan a pensar dos veces antes de emprender, de estudiar, de invertir, de tener hijos. Se instala la idea de que “ya nada alcanza”, y con ella llega el cansancio de tener que resistir todos los meses.
Aprender sobre finanzas no requiere cursos complicados ni grandes conocimientos. Basta con dar pequeños pasos: llevar un registro de los gastos, planear el presupuesto familiar, informarse antes de firmar un crédito o proponerse ahorrar una pequeña cantidad cada mes. Con el tiempo, esos hábitos se convierten en un escudo contra la incertidumbre económica.
