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La estrategia es inútil…

Por: Edwin Renier Valencia Rodríguez

Opinión

En el mundo empresarial y también en el sector público se habla mucho de estrategia. Se diseñan planes de desarrollo, hojas de ruta, visiones institucionales y matrices de objetivos. Se contratan consultores, se elaboran presentaciones impecables y se fijan metas ambiciosas. Pero una y otra vez, los resultados no llegan. Los planes se quedan en el papel, las buenas ideas se diluyen y el impulso inicial se apaga con el tiempo.

Tomo una frase muy famosa de uno de los economístas más reconocidos en el mundo: como dijo Peter Drucker, “la cultura se desayuna la estrategia todos los días”.

Puedes tener la mejor estrategia del mundo, pero si la cultura organizacional empuja hacia otro lado, el resultado será el mismo: frustración, desgaste y pérdida de rumbo. La cultura es ese conjunto invisible de comportamientos, valores y creencias que definen cómo se hacen las cosas cuando nadie está mirando. Es la forma en que se toman decisiones, la manera en que se enfrentan los problemas y la actitud que se asume frente al cambio o la responsabilidad.

En una empresa privada, por ejemplo, puedes definir una estrategia enfocada en innovación, pero si los empleados temen equivocarse, si el jefe castiga los errores o si los incentivos premian solo la obediencia y no la creatividad, la innovación jamás florecerá. Del mismo modo, en una entidad pública puedes hablar de eficiencia, servicio ciudadano o transparencia, pero si internamente se tolera la mediocridad, el favoritismo o la falta de compromiso, ninguna política o plan de desarrollo logrará transformar la realidad.

La cultura no se decreta. Se construye todos los días, desde los comportamientos cotidianos. Se refleja en cosas tan simples como llegar a tiempo, responder con amabilidad, asumir la responsabilidad sin buscar culpables o cumplir lo prometido. También se refleja en el ejemplo de los líderes: lo que ellos hacen pesa mucho más que lo que dicen.

Una organización con buena cultura no necesita tantos controles ni discursos, porque sus miembros ya actúan alineados con un propósito compartido. En cambio, una con cultura débil necesita supervisión constante, reglas excesivas y reuniones eternas para lograr lo mínimo. En una, las personas se sienten parte de algo más grande; en la otra, solo cumplen con lo necesario para sobrevivir.

Para que una estrategia funcione, primero hay que mirar hacia adentro. Si el trabajo en equipo se practica o solo se menciona en los informes. Si se reconocen los logros y se corrigen los errores con justicia. Si hay confianza, comunicación abierta y coherencia entre el discurso y la acción.

En el sector público, este desafío es aún más grande. Los servidores públicos no solo representan a una institución: representan al Estado, a la comunidad, a la ciudadanía que confía en ellos. Cuando la cultura institucional se basa en la indiferencia, el “eso no me toca” o el “siempre se ha hecho así”, cualquier estrategia de transformación queda atrapada en la inercia. Pero cuando se promueve una cultura de servicio, transparencia y compromiso, las políticas cobran vida, las acciones tienen impacto y el ciudadano lo nota.

Transformar la cultura no es tarea fácil. Requiere tiempo, liderazgo auténtico y coherencia. Requiere reconocer que las personas no cambian por decreto, sino por inspiración y ejemplo. Requiere sistemas que refuercen los comportamientos deseados, espacios de participación y reconocimiento a quienes encarnan los valores institucionales.

Por eso, antes de hablar de planes y proyectos, las organizaciones públicas o privadas deberían hacerse una pregunta más profunda: ¿nuestra cultura empuja hacia adelante o nos frena?

La respuesta, casi siempre, explica por qué algunas instituciones prosperan y otras se quedan repitiendo los mismos discursos cada cuatro años. ¿Qué opinas? #uncaféconvalencia

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