Por: Luis Augusto Cuenca Polanía
Opinión
El 02 de noviembre de 1995 a las puertas de la Universidad Sergio Arboleda —institución de la cual tuve el honor de graduarme como abogado— fue asesinado Álvaro Gómez Hurtado. Con él no solo cayó un líder político; se apagó también una de las mentes más lúcidas y éticas de la historia reciente de Colombia. Su crimen, declarado de lesa humanidad, continúa impune.
Álvaro Gómez fue más que un dirigente conservador. Fue un pensador profundo, uno de los copresidentes de la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, escenario en el que impulsó buena parte de los principios del Estado social de derecho. Su visión trascendía los partidos, creía en el poder de las ideas, en la decencia como obligación pública y en la necesidad de construir un acuerdo sobre lo fundamental que uniera a los colombianos más allá de sus diferencias.
Treinta años después, su legado sigue vigente porque el país que él denunció —corrompido, violento y desbordado por el narcotráfico— no ha cambiado demasiado. Las hectáreas sembradas de coca llegan a las trescientas mil, los grupos armados se reciclan bajo nuevos nombres, y la violencia – en sus múltiples expresiones – vuelven a ocupar los titulares de cada día. El narcotráfico no solo financia el crimen: hoy parece gobernar parte del territorio y hasta influir en la política, disfrazado de gestor de paz.
En el Huila, como en otras regiones del sur del país, esa realidad se siente con particular fuerza. Existen zonas vedadas para la Fuerza Pública en el occidente del departamento, se reportan retenes ilegales en nuestras vías departamentales y una sensación creciente de indefensión. Hace pocos días, un atentado contra un congresista en jurisdicción huilense recordó los peores años de la violencia política. Treinta años después, los síntomas son los mismos: un Estado que retrocede y una ciudadanía que teme volver a perder la esperanza.
El Huila no solo sufre por la inseguridad. También ha perdido referentes de carácter, liderazgo y coherencia moral como los que inspiraron a Gómez Hurtado. Su ejemplo de pensamiento y firmeza política se extraña en la dirigencia regional, donde se reclama más visión de región y menos cálculo electoral. Con Álvaro Gómez se marcharon muchos de esos valores – la ética, la preparación y el amor por lo público – que hoy necesitamos recuperar en los liderazgos locales y nacionales.
Me siento con el deber de reflexionar sobre este aniversario no solo como un hecho histórico, sino como un llamado ético. Mi generación creció escuchando sobre el asesinato de Álvaro Gómez Hurtado, pero pocas veces hemos comprendido la magnitud y el talante de su pensamiento. Su lucha contra la corrupción, su defensa de los valores y su fe en la palabra siguen siendo una brújula en medio de la confusión política y moral que atravesamos.
Recordarlo hoy es más que un homenaje; es un compromiso con la decencia, con la institucionalidad y con la verdad. Treinta años después, las preguntas que él dejó siguen abiertas: ¿podremos construir un verdadero acuerdo sobre lo fundamental? ¿Seremos capaces de reencontrarnos en torno a los principios que nos unen como nación?
Quizás ese sea el homenaje que le debemos a su memoria: volver a creer en la política como un servicio y en el Estado como una causa colectiva. Treinta años después, el reto sigue siendo el mismo: que el acuerdo sobre lo fundamental deje de ser una utopía y se convierta, por fin, en propósito nacional.
@tutocuenca
