Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina
Opinión
Hay despedidas que uno no está preparado para dar y la del Atlético Huila, que deja nuestro departamento para jugar en el Valle del Cauca y con otro nombre, es una de esas que duelen distinto. No es solo fútbol, es memoria, es herencia, es identidad. Es ese hilo invisible que conecta generaciones enteras de opitas con una misma pasión.
Yo lo lamento y lo siento en lo más hondo. Desde que tenía dos años, mi papá me llevaba de la mano por toda la Toma, paso a paso, hasta llegar al Estadio Guillermo Plazas Alcid. Era un ritual sagrado, una cita familiar. Ella paleta de agua, los gritos en la tribuna, las tamboras, la emoción de ver salir al equipo… Esa era nuestra forma de estar juntos, de aprender lo que significa amar a una tierra.
Hoy, aceptar que ya no podré vivir ese mismo camino con mi hijo Lucca, que no podré llevarlo al estadio de la misma manera en que mi papá lo hizo conmigo, me rompe. Porque el fútbol también es eso, la manera más simple y hermosa en la que un padre le entrega a su hijo un pedazo de su historia.
La salida del Atlético Huila no debería dejarnos indiferentes. No quiero señalar a nadie, no quiero hacer de esto un discurso político. Hablo como ciudadano, como opita, como hincha. Hablo desde la nostalgia y también desde la preocupación.
Porque el equipo no se fue por falta de amor,eso siempre sobró, sino por la falta de una infraestructura básica para competir. Porque no pudimos ofrecerle lo mínimo para quedarse en su casa, en su tierra, en nuestro estadio. Y eso, por más que intentemos suavizarlo, tiene que doler.
Pero también debe despertarnos, no podemos permitir que nuestra identidad deportiva siga a merced del abandono o la improvisación. El Guillermo Plazas Alcid no es solo concreto y grama, es un símbolo, un punto de encuentro, un corazón que late con la alegría de un pueblo. Merece respeto, merecen respeto quienes lo llenaron, quienes crecieron allí, quienes soñaron allí.
Es cierto el Atlético Huila jugará en otro departamento y con otro nombre. Pero el sentimiento opita, ese que nos ponía la piel de gallina cada vez que sonaban los tambores en la tribuna, ese que nos enseñó a creer incluso cuando todo parecía cuesta arriba, ese no lo puede cambiar ninguna mudanza.
Por eso, esta columna es un lamento, sí, pero también un llamado. Un llamado para que nunca más dejemos escapar lo que nos pertenece. Para que el deporte vuelva a ocupar el lugar que merece. Para que, el día de mañana, ningún padre tenga que decirle a su hijo que el equipo de su tierra juega lejos porque aquí no tuvo dónde hacerlo.
Sueño con que algún día Lucca pueda vivir lo que yo viví. Sueño con ver renacer al Atlético Huila en su casa, en nuestra casa. Y sé que mientras exista un opita que lleve el amarillo y verde en el corazón, esa esperanza no morirá.
