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Empresas que Perduran

Por: Edwin Renier Valencia Rodriguez

Opinión

Existen compañías que deciden no dejarse arrastrar por el vaivén político ni por la volatilidad del mercado. Son organizaciones que, lejos de caer en la obsesión de “ganarle al de al lado”, se empeñan en construirse a sí mismas, ladrillo sobre ladrillo, valor sobre valor. Y aunque suene romántico, en una época donde todo se mide en balances trimestrales y métricas de eficiencia, lo cierto es que las empresas que perduran lo hacen porque han entendido una verdad simple, pero poderosa: antes que competir, hay que crecer desde el propósito.

Lo he visto en pequeñas, medianas y grandes compañías. Las mejores no son las que gritan más fuerte ni las que exhiben cifras estruendosas: son las que han definido un núcleo ideológico firme, un conjunto de valores que no negocian ni siquiera en tiempos difíciles. Su secreto no es la perfección, sino la coherencia. Comprenden que la innovación no nace del capricho, sino de la capacidad de aprender, equivocarse y volver a intentarlo sin perder de vista ese propósito que las sostiene.

Mientras algunos jugadores corporativos confunden adaptabilidad con improvisación, estas empresas practican el arte: cada vez más raro; de evolucionar sin desdibujar su identidad. Son capaces de añadir nuevas líneas de negocio, ensayar modelos emergentes y reformular su operación cuantas veces sea necesario, sin sacrificar la esencia que les da sentido. Es casi un acto de disciplina cultural: proteger lo que son y, al mismo tiempo, apostar por lo que pueden llegar a ser.

En un entorno nacional donde los cambios de gobierno reordenan prioridades, las reformas se convierten en discusiones interminables y los emprendedores luchan por respirar entre trámites y cargas tributarias, estas empresas se convierten en un faro. Demuestran que es posible construir modelos sostenibles incluso cuando el contexto juega en contra. Son un recordatorio incómodo, pero fundamental: la verdadera fortaleza empresarial no depende del Estado, sino de la capacidad interna de progresar sin perder los principios.

Es cierto, competir es inevitable. Pero competir no puede ser un fin en sí mismo. Cuando las organizaciones reducen su visión a “ganarle al otro”, terminan atrapadas en un juego pequeño, donde la estrategia se vuelve mezquina, la ética se diluye y la cultura se corrompe. En cambio, las compañías que se miden contra su mejor versión, que entienden la competencia como un espejo y no como un enemigo, construyen desde lo profundo. Piensan en décadas, no en trimestres; en legado, no en titulares.

Ojalá este país aprendiera más de ellas. En tiempos donde la discusión pública está saturada de ruido, polarización y promesas instantáneas, cada empresa con propósito representa una resistencia silenciosa. Son la prueba viviente de que la excelencia no es una meta, sino un hábito. Que la cultura pesa más que cualquier manual. Y que la grandeza, la verdadera, se construye cuando nadie está mirando.

Colombia necesita, más que nunca, organizaciones que se atrevan a trascender. No por ego, sino por responsabilidad. Porque cuando una empresa crece desde la integridad y la innovación, crece también la comunidad que la rodea. Y en un país donde todo parece estar en disputa, resulta revolucionario que algunas compañías sigan apostando por lo esencial: ser mejores, no solo parecerlo.

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