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El cinismo como política de Estado

Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina

Opinión

El gobierno de Gustavo Petro pasará a la historia no por sus grandes reformas ni por logros sociales, sino por el cinismo con el que ha pretendido gobernar a un país cansado de promesas incumplidas. El actual presidente ha demostrado que la distancia entre lo que dice y lo que hace es tan grande que ya no se trata de simples contradicciones, sino de una estrategia de poder basada en negar la realidad, justificar lo injustificable y trasladar culpas a terceros.

La seguridad es el ejemplo más evidente. Petro llegó al poder con la bandera de la “paz total”, prometiendo que los grupos armados ilegales se desmovilizarían si el Estado les tendía la mano. La realidad es que lo que ha ocurrido es exactamente lo contrario, los niveles de violencia han aumentado, las disidencias de las FARC se han expandido, el ELN ha fortalecido su presencia territorial y los índices de extorsión se han disparado en regiones enteras. Los policías, que deberían ser respaldados por el Gobierno, han sido víctimas frecuentes de ataques y asesinatos, mientras el presidente insiste en que el conflicto está menguando. Nada más alejado de la verdad. La paz total se convirtió en una tregua unilateral en la que solo los criminales ganaron terreno.

La economía tampoco escapa a este doble discurso. Petro se vendió como el presidente de los pobres, pero en lo que lleva de mandato ha golpeado con fuerza a la clase media y a los trabajadores. La inflación en alimentos, el costo de vida y la incertidumbre para los inversionistas han desestabilizado la economía de los hogares. Aun así, el mandatario se presenta como víctima de un “modelo económico mundial” y de “enemigos del cambio”, en lugar de asumir que sus improvisadas decisiones han sido un factor clave en la crisis. Su promesa de gobernar para los más necesitados terminó siendo otra ilusión, el pueblo sigue pagando las consecuencias mientras él continúa con discursos en tarima.

En materia de corrupción, el cinismo alcanza niveles escandalosos. Petro, que hizo de la moralidad pública un eje de su campaña, terminó enfrentando en tiempo récord uno de los mayores golpes a su credibilidad, las denuncias contra su propio hijo Nicolás, señalado de recibir dineros ilícitos para la campaña, y el caso de su exembajador Armando Benedetti, que reveló las tensiones internas alrededor de la financiación electoral. La respuesta del presidente no fue la transparencia ni la autocrítica, sino el ataque a la prensa, a la Fiscalía y a cualquiera que cuestionara su círculo cercano. En otras palabras, criticó en otros lo que él mismo terminó encarnando.

El estilo de Petro frente a las instituciones refleja esa misma lógica cínica. Cuando el Congreso no aprueba sus reformas, acusa a los legisladores de estar al servicio de mafias económicas. Cuando la Corte Constitucional limita sus excesos, la señala de conservadora. Cuando los medios publican denuncias, los descalifica como si fueran cómplices de una conspiración. En lugar de respetar los contrapesos democráticos, ha preferido victimizarse, reforzando la idea de que gobierna contra enemigos invisibles y no contra los problemas reales del país.

En la arena internacional, el presidente repite el mismo guion. En los foros globales se presenta como un líder ambientalista, abanderado de la lucha contra el cambio climático, mientras en casa no renuncia a los proyectos de exploración petrolera porque sabe que el país depende de esos recursos. Se autoproclama defensor de los derechos humanos, pero no tiene reparo en estrechar vínculos con regímenes autoritarios como los de Nicolás Maduro o Miguel Díaz-Canel. Critica la dependencia de Estados Unidos, pero al mismo tiempo busca su apoyo financiero y en materia de seguridad. El doble discurso es tan evidente que raya en la hipocresía.

Lo que se vive hoy en Colombia es el reflejo de un presidente que gobierna desde el micrófono, no desde la acción. Petro ha convertido el cinismo en política de Estado, prometer lo que no cumple, negar lo que es evidente, atacar a quienes lo cuestionan y refugiarse en narrativas de persecución cuando las cosas salen mal. Su oratoria puede darle aplausos en X (Twitter), pero no resuelve la inseguridad que vive un campesino en el Cauca, la angustia de una familia que no alcanza para el mercado o la desesperanza de un joven que no encuentra oportunidades.

El país no necesita más discursos, necesita resultados. Y ese es precisamente el vacío más grande del actual gobierno, la incapacidad de pasar de las palabras a los hechos. El cinismo puede servir para la retórica, pero jamás para gobernar un país que exige seriedad, responsabilidad y compromiso real.

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