Por: Ana María Rincón Herrera
Opinión
El reclutamiento de menores en Colombia es una de las heridas más profundas y vergonzosas de nuestro conflicto armado. Décadas de violencia han convertido a los niños en víctimas invisibles: arrancados de sus hogares, alejados de la escuela y empujados a la guerra, cuando deberían estar soñando con su futuro. Pese a los acuerdos de paz y los discursos oficiales, la realidad demuestra que esta práctica no ha desaparecido; por el contrario, sigue en aumento.
El Huila es hoy un reflejo claro de esa tragedia. Organismos como la Defensoría del Pueblo, la ONU y UNICEF han denunciado un crecimiento alarmante del reclutamiento forzado de menores en el departamento. Al cierre de junio de 2025 se habían reportado 30 casos confirmados, una cifra que supera los registros del año anterior y que muestra una tendencia preocupante. Este fenómeno golpea con especial fuerza a las comunidades rurales y étnicas, que además reclaman ser escuchadas y participar activamente en las decisiones de protección y seguridad.
La situación es tan dolorosa como compleja. Los grupos armados ilegales aprovechan la pobreza, la falta de oportunidades y la ausencia del Estado en las veredas para captar niños y adolescentes. El reclutamiento no siempre ocurre bajo la amenaza de un fusil; muchas veces se disfraza de promesas de alimentación, pertenencia o futuro frente a una vida marcada por la exclusión. Así, la guerra se mete en la infancia y convierte a los más vulnerables en carne de cañón.
Lo más grave es que este fenómeno perpetúa un círculo vicioso. Cada niño reclutado representa no solo una infancia perdida, sino un futuro truncado para toda la sociedad. Comunidades enteras en el Huila ven cómo su generación más joven crece bajo las lógicas de la violencia, condenando a la región a la prolongación de la guerra. Para las familias campesinas y étnicas, que ya viven el abandono estatal, perder a sus hijos en manos de grupos ilegales es una doble tragedia.
El Estado no puede limitarse a la denuncia ni a las cifras. Se necesita una presencia real y sostenida en los territorios, con educación de calidad, empleo digno para los padres y programas de protección efectivos para los niños. Las comunidades deben ser aliadas centrales en la construcción de estas soluciones, pues conocen de primera mano las amenazas y las necesidades. Y se requiere una voluntad política firme para enfrentar de raíz a quienes siguen viendo en la niñez un recurso de guerra.
El reclutamiento de menores no es un problema marginal: es una herida abierta que desangra la dignidad del país. En el Huila y en toda Colombia, la niñez debe estar por encima de la guerra. Defenderla no es un favor, es la única vía posible hacia una paz verdadera.
