Por: Jorge García Quiroga
Opinión
En Colombia es evidente una situación que se repite una y otra vez: bienes que funcionan adecuadamente en manos privadas, productivos, útiles o al menos bien mantenidos, terminan deteriorados cuando pasan a la administración del Estado. Esto ocurre con frecuencia en el marco de la extinción de dominio, un mecanismo jurídico necesario y legítimo que el país debe mantener y fortalecer. No se trata de cuestionar la ley ni de sugerir que no deba aplicarse. Por el contrario, es un instrumento esencial para quitarle poder económico a quienes cometen delitos. El objetivo aquí es visibilizar una problemática paralela: la deficiente gestión pública de esos bienes mientras se completa el proceso legal.
En el sector privado, el mantenimiento de un bien responde a un incentivo claro: proteger su valor y obtener rentabilidad. Quien es dueño toma decisiones rápidas, invierte, repara y mantiene porque el bien es suyo y cualquier deterioro afecta directamente su patrimonio. Cuando ese mismo bien pasa a manos del Estado, la lógica cambia. La administración pública no actúa como propietaria, sino como custodio temporal. Y un custodio, sin incentivos económicos ni libertad plena para decidir, difícilmente mantiene la productividad o el valor del activo.
A esto se suma la burocracia. Cualquier acción estatal, desde reparar un techo hasta contratar vigilancia o comprar insumos, exige estudios previos, autorizaciones, procesos de contratación, revisiones jurídicas y controles internos. Lo que un privado resuelve en días, el Estado puede tardar meses o años en tramitar. Esa lentitud, propia de la estructura administrativa, acelera el deterioro físico y funcional de los bienes.
El problema es aún más evidente dentro del procedimiento de extinción de dominio. Esta figura, necesaria para impedir que bienes ilícitos regresen al crimen, puede tardar varios años en resolverse. Durante ese tiempo, los bienes quedan en una especie de congelamiento legal. No se pueden vender, transformar, arrendar libremente ni ejecutar inversiones estructurales significativas. Aunque la ley busca proteger el debido proceso y garantizar que la decisión judicial sea legítima, esta protección prolongada genera un vacío de gestión que afecta directamente el estado y el valor del bien.
Los ejemplos públicos muestran un patrón claro. Diversas fincas rurales incautadas, agrícolas, cafeteras, ganaderas o frutícolas, pierden productividad por falta de insumos, mantenimiento, personal técnico y capacidad de inversión. Esto no implica criticar la extinción de dominio, sino reconocer que la administración pública no cuenta con herramientas ágiles para operar unidades productivas rurales.
En zonas urbanas ocurre lo mismo. Múltiples viviendas, locales y edificios sometidos a largos procesos judiciales se deterioran por el desuso y la falta de intervención oportuna. Inmuebles que antes tenían valor comercial terminan con filtraciones, daños eléctricos o incluso usos indebidos.
También sucede con vehículos retenidos que permanecen durante años en depósitos, perdiendo su valor por el clima, la falta de uso y la ausencia de mantenimiento. En ocasiones, al final del proceso, el costo de su custodia supera el valor del propio bien.
Todo esto evidencia un problema estructural: el Estado colombiano está diseñado para ejercer control, vigilar y custodiar, no para operar bienes que requieren decisiones empresariales rápidas. La extinción de dominio es indispensable, pero la gestión de los bienes necesita un modelo más técnico, ágil y flexible. No es un cuestionamiento a la ley, sino un llamado a mejorar la administración para que los bienes recuperados del crimen se conviertan realmente en activos sociales y no en pérdidas inevitables.
