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Un nuevo Papa, los mismos silencios¿Puede la Iglesia Católica renovarse sin tocar lo intocable?

Por: Luis Ernesto Salas Montealegre

Opinión

Con cada nuevo Papa, el mundo católico se llena de esperanza. Se abren las ventanas del Vaticano, entra una brisa de promesas y las cámaras giran para capturar al “hombre elegido por Dios” que supuestamente guiará a la Iglesia hacia un futuro más luminoso. Pero detrás del humo blanco, muchas veces lo que se esconde es la sombra de una institución que aún arrastra los pecados de siglos pasados sin voluntad clara de redención.

La elección del nuevo pontífice es, sin duda, un momento clave. Pero más allá del nombre, la nacionalidad o el carisma del elegido, hay una pregunta urgente: ¿está dispuesto el nuevo Papa a enfrentar los problemas profundos que carcomen a la Iglesia desde adentro?

Una Iglesia profundamente machista
Hablemos claro: la Iglesia Católica es, probablemente, la institución más machista que sigue vigente con poder global. En pleno siglo XXI, el papel de la mujer sigue relegado a funciones decorativas, asistenciales o devocionales. Se les niega el sacerdocio, se las mantiene fuera de las decisiones de peso y se las trata como si el Espíritu Santo solo hablara en voz de hombre.

Esto no es solo anacrónico. Es un insulto a millones de mujeres católicas que sostienen la fe desde la base: como madres, abuelas, voluntarias, catequistas y líderes comunitarias. Ellas son el corazón de la Iglesia, pero no tienen ni voz ni voto en su estructura de poder. ¿Qué nuevo Papa se atreverá a levantar esta alfombra?

Pederastia: el silencio como norma
El escándalo de la pederastia clerical no es un capítulo cerrado, sino una herida abierta. Durante décadas, obispos y cardenales han escondido bajo la alfombra abusos, encubrimientos y omisiones. Y aunque algunos gestos recientes apuntan a la transparencia, la resistencia interna de un ala ultraconservadora dentro del Vaticano impide cambios estructurales profundos.

No es suficiente con pedir perdón o realizar ceremonias simbólicas. Se necesita justicia, reparación, y sobre todo, una política de tolerancia cero que no dependa del humor del Papa de turno.

Celibato y homosexualidad: la doble moral
El celibato obligatorio es otro de esos pilares que se defienden con un fervor sospechoso. La realidad es que muchos sacerdotes viven relaciones escondidas, afectivas y sexuales, que son consideradas “pecado” por la misma institución que los formó.

Y en cuanto a la homosexualidad, el Vaticano mantiene una postura hipócrita: condena públicamente lo que tolera —y en algunos casos protege— dentro de sus propias filas. El mensaje es claro: amar está permitido… siempre que no se note, no se diga y no se sepa.

Una Iglesia que se queda sola
Mientras tanto, las iglesias se vacían. Las nuevas generaciones no conectan con una institución que se siente lejana, autoritaria y desconectada del mundo real. Las sectas crecen, las iglesias evangélicas avanzan, y la espiritualidad se disgrega en gurús de Instagram y promesas de sanación exprés.

La Iglesia Católica pierde terreno, no porque Dios haya dejado de importar, sino porque la Iglesia ha dejado de hablarle a los corazones con sinceridad. Mientras los sermones se llenan de dogmas, la gente busca respuestas más humanas y menos burocráticas. Más amor y menos juicio.

¿Y ahora qué?
El nuevo Papa tiene ante sí una encrucijada: o se limita a administrar la decadencia elegante de una institución que se agrieta, o se atreve a hacer lo impensable: abrir los ojos, las puertas y el alma de la Iglesia.

Eso implicaría:

Reconocer plenamente el papel de la mujer, con igualdad de derechos dentro de la estructura eclesiástica.

Aceptar la homosexualidad como una realidad humana, no como una desviación.

Revisar el celibato obligatorio, no desde el escándalo, sino desde la libertad.

Enfrentar con radical honestidad los casos de abuso sexual y garantizar justicia.

Salir a las calles, a los barrios, a las redes, a hablar el lenguaje de hoy sin perder la esencia del Evangelio.

El mundo ha cambiado. Y si la Iglesia quiere seguir siendo una voz relevante, debe dejar de actuar como si aún estuviera en la Edad Media.

No se trata de modernizar el dogma por moda, sino de reconectar con la humanidad profunda del mensaje de Jesús: la compasión, la justicia, la inclusión. Y eso no se logra escondiendo los problemas bajo la sotana, sino enfrentándolos cara a cara.

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