Por: Faiver Eduardo Hoyos Pérez
Opinión
El caso del pequeño Lyan Hortúa y su familia parece estar aún lejos de terminar, aunque ya está en casa después de 18 días de angustia nacional; esta no es una historia con final feliz. Lo que se ha descubierto hasta el momento, demuestra que este es un capítulo más del retrato descarnado de un país donde en muchas ocasiones, los hijos pagan por los pecados de sus padres, donde el narcotráfico cobra sus deudas con la inocencia infantil, y donde ostentar riqueza en las redes sociales puede convertirse en una atracción fatal.
Debo ser claro: el secuestro del menor es absolutamente condenable, puesto que ningún niño merece ser arrancado de su hogar, para convertirse en moneda de cambio de una deuda que ni siquiera comprende. Sin embargo, mientras toda Colombia se indignaba, pocos se atrevieron a hacer la pregunta incómoda, ¿cómo llegamos aquí?
La respuesta duele tanto como el secuestro mismo, ya que los padres de Lyan al parecer no eran víctimas fortuitas de la violencia aleatoria que azota a Colombia. Según han revelado distintos medios de comunicación como Semana, el padre biológico del niño fue cabecilla de Los Rastrojos, asesinado en 2013. La madre sería presuntamente testaferro y tendría una deuda con esa organización, al final, la gran víctima sería un niño de 11 años de edad.
Mientras el país entero se movilizaba por este caso en particular, miles de niños siguen siendo secuestrados, extorsionados o asesinados en Colombia sin que se vuelvan tendencia en los medios. Sus historias no llegan a los titulares porque sus padres no tienen millones para pagar, porque no hay cámaras de seguridad que graben su tragedia, porque su dolor no genera reacciones o “likes”. Lo cual nos recuerda que estamos en un país caótico, en especial para los menores de edad.
Volviendo a este caso en particular, el asesinato de Jesús Antonio Cuadros, horas después de la liberación del niño, es el epílogo predecible de esta tragedia. El primo del padrastro, quien negoció el pago del rescate, fue ejecutado por sicarios, y aunque aún no se ha confirmado un vínculo entre los dos hechos, parece ser una clara advertencia de que, en el bajo mundo, las deudas nunca se saldan por completo.
Concuerdo con lo que dijo el presidente, Lyan no tiene la culpa, pero mientras sigamos romantizando el dinero fácil, mientras las redes sociales sigan siendo vitrinas de fortunas inexplicables, mientras el narcotráfico siga permeando cada rincón de nuestra sociedad, habrá más menores de edad siendo víctimas de deudas ajenas; la única diferencia es que la mayoría no tendrá 4 mil millones para pagar su libertad.
¿Qué nos queda entonces de esta oscura historia? Un niño traumatizado de por vida, una familia que deberá huir del país si quiere sobrevivir, pero que seguramente la justicia no lo permitirá hacerlo por los líos y un país que seguirá fingiendo sorpresa cada vez que las organizaciones criminales cobren sus cuentas con sangre inocente.
