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El veneno invisible: La mentira como erosión moral de la sociedad

Por: Luis Ernesto Salas Montealegre

La mentira, ese veneno invisible que se cuela entre nuestras palabras y gestos, ha echado raíces profundas en la sociedad actual. Se ha convertido en algo tan común que distorsiona nuestra percepción de la realidad y poco a poco va desgastando la confianza, esa base que debería sostener nuestras relaciones y el funcionamiento de la sociedad.

Cuando la mentira se vuelve tan habitual, perdemos más que la capacidad de distinguir entre lo real y lo ficticio; también perdemos la brújula moral que nos dice qué es correcto y qué no. La historia está llena de ejemplos que nos muestran lo peligroso que es cuando la mentira se institucionaliza. Basta recordar las propagandas de los regímenes totalitarios del siglo XX, que moldeaban la realidad a su antojo, o las fake news que inundan las redes sociales hoy, debilitando los pilares de la democracia y arrebatando la autonomía a los ciudadanos.

El filósofo Jean-Paul Sartre, en su obra “El Ser y la Nada”, hablaba del autoengaño como una forma de mala fe: una manera de engañarnos a nosotros mismos para evitar enfrentar la angustia de la verdad. Si aplicamos esta idea al plano social, podemos ver cómo la mentira constante le permite a la sociedad evadir su propia decadencia moral. Esta evasión de la verdad crea el espacio perfecto para que las dinámicas de poder se descontrolen, dejando la ética en un rincón oscuro, olvidada y sin importancia.

Hoy en día, la mentira ha evolucionado y ha encontrado nuevas maneras de instalarse gracias a la tecnología. Las cámaras y micrófonos ocultos, los algoritmos que rastrean nuestros gustos y los perfiles falsos en redes sociales son herramientas que, en las manos equivocadas, convierten la mentira en una red tan invisible como peligrosa. De esta manera, se hace aún más difícil diferenciar lo real de lo ficticio, dejándonos a merced de quienes saben manipular las narrativas para su propio beneficio.

El chisme, primo hermano de la mentira, es otra forma de veneno que se esparce con facilidad en la sociedad. A diferencia de la mentira directa, el chisme se disfraza de verdad a medias, de información incompleta o tergiversada que pasa de boca en boca. En apariencia, puede parecer inofensivo, un simple intercambio de palabras casuales, pero su impacto puede ser devastador.

Destroza reputaciones, crea divisiones y envenena las relaciones personales y laborales. Además, el chisme, al igual que la mentira, alimenta una cultura de desconfianza y superficialidad, donde lo que importa no es tanto lo que es verdad, sino lo que suena interesante o genera controversia. Este hábito colectivo de difundir rumores y comentarios malintencionados es otro reflejo de la erosión moral que enfrenta la sociedad actual, donde el daño al otro se justifica bajo la excusa de “solo repetir lo que se escuchó”.

La normalización de la mentira no solo afecta nuestra autonomía como individuos, sino que también crea un ambiente donde la falta de ética permite que el poder se ejerza sin control alguno. Cuando una sociedad acepta la mentira como parte de su día a día, renuncia a la capacidad de reflexionar y criticarse a sí misma. Sin esta capacidad, la democracia se vuelve una farsa, una simple sombra de lo que debería ser, donde el poder se ejerce sin responsabilidad ni límites éticos.

Lo preocupante es que esta tendencia no solo erosiona la confianza en las instituciones democráticas, sino que también normaliza la mentira en todos los niveles de la sociedad. La política se convierte en un espectáculo donde la verdad es relativa, y el poder se sostiene sobre promesas vacías y declaraciones que no se basan en hechos. Esto lleva a una sociedad profundamente dividida, donde las mentiras refuerzan las creencias preexistentes y cierran cualquier espacio para el diálogo o la reflexión crítica. Así, tanto desde la derecha como desde la izquierda, los mitómanos en el poder representan un peligro inminente para la cohesión social y la salud democrática, porque cuando los líderes mienten sin consecuencias, la verdad se vuelve irrelevante para todos.

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