Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina
Opinión
Hay una verdad que Colombia ha aprendido con dolor y que el Huila confirma día tras día, la ausencia del Estado nunca es neutra. Allí donde no llegan las instituciones con justicia, inversión social, seguridad y oportunidades, siempre llega alguien más a ocupar ese espacio. Y casi siempre ese “alguien” es la ilegalidad vestida de guerrillas, bandas criminales, narcotraficantes o estructuras dedicadas al microtráfico.
En la ruralidad huilense, los testimonios se repiten, comunidades enteras sometidas a la voluntad de grupos armados ilegales que deciden qué se puede sembrar, qué horarios de movilidad se permiten, cuánto debe pagar cada comerciante o transportador en “impuestos”. Allí, la ley no la dicta la Constitución, sino el fusil. Y lo más grave es que muchos ciudadanos, por miedo o resignación, acaban acudiendo más a la palabra de un comandante ilegal que a la de un juez de la República. No por convicción, sino porque el Estado brilla por su ausencia o aparece solo en épocas electorales.
Ese mismo patrón se refleja en Neiva, nuestra capital. En los barrios populares, la falta de presencia institucional ha abierto la puerta para que sean los bandidos quienes impongan sus reglas de juego. Hoy no es exagerado decir que la única ley que muchos sienten en las calles es la del crimen organizado. En la última semana, esa realidad se tradujo en una ola de asesinatos y sicariatos que estremeció a la ciudad. Jóvenes ejecutados a sangre fría, familias enlutadas y una comunidad que, poco a poco, se acostumbra a escuchar disparos en la madrugada como si fueran parte del paisaje urbano.
¿Dónde está la estructura del gobierno en general cuando estos hechos ocurren? ¿Dónde están las estrategias de seguridad que deberían prevenir y no solo reaccionar? Porque lo que vemos con frecuencia es la foto de un consejo extraordinario de seguridad, la rueda de prensa del comandante de turno o el operativo relámpago en un barrio estigmatizado. Pero, pasada la noticia, las patrullas se van y las comunidades vuelven a quedar solas, atrapadas entre el miedo y la desconfianza.
El Estado no puede reducir su presencia a uniformes y helicópteros que aparecen de forma esporádica. Gobernar implica estar todos los días, con instituciones firmes y cercanas. Se necesita inversión en educación, empleo juvenil, programas de prevención contra el consumo de drogas, espacios culturales y deportivos, oportunidades reales que disputen la influencia de las redes criminales. Mientras esas alternativas no existan, las bandas seguirán siendo las que reclutan jóvenes, ofrecen ingresos fáciles y consolidan su control sobre los barrios.
La seguridad no puede seguir siendo entendida como una cuestión exclusivamente militar o policial. Es, sobre todo, un asunto de legitimidad y confianza. Los ciudadanos deben sentir que el Estado es aliado y protector, no un fantasma distante que aparece únicamente cuando ya hay muertos que contar. Cada asesinato, cada acto de sicariato, es la muestra de que la ausencia gubernamental cuesta vidas humanas.
En Neiva, hoy tenemos una oportunidad para decidir qué tipo de ciudad queremos ser. ¿Una donde los parques y las canchas deportivas estén llenos de niños jugando, o una donde esos mismos espacios sean controlados por jíbaros y pandillas? ¿Una capital que se resigna a que la ley la impongan los bandidos, o una que exige un Estado presente, activo y capaz de garantizar dignidad y seguridad?
La respuesta no depende solo de los gobernantes, también es tarea de la ciudadanía. Pero mientras no exijamos resultados reales y permanentes, seguiremos siendo testigos de un país y una ciudad donde la Constitución es letra muerta, y la verdadera “autoridad” la impone el criminal que tiene un arma en la cintura.
De lo contrario, la historia se repetirá una y otra vez, cada ausencia del Estado será un triunfo para la ilegalidad, y cada silencio social será la complicidad que fortalece a quienes gobiernan con el miedo.
