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Cuando la violencia se hereda, la violencia se vuelve tradición

Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina

Opinión

En Colombia nos enseñaron a mantener la boca cerrada. A no incomodar. A no tocar ciertos temas “por la paz”. Pero esa cultura del silencio nos ha costado demasiado. La reconciliación no puede convertirse en el disfraz perfecto para quienes quieren reescribir su historia. Y pocas historias necesitan más claridad que la de la senadora Sandra Ramírez.

Ramírez no está en el Senado gracias al voto ciudadano. No ganó una elección ni recibió un mandato popular. Su curul es una de las diez sillas aseguradas para las FARC dentro del acuerdo de paz. Es decir, no entró por decisión del pueblo sino por una concesión política diseñada para facilitar la desmovilización de una organización que dejó miles de familias rotas en todo el territorio nacional.

Antes de llegar al Congreso, Ramírez fue integrante del mando central de las FARC, la cúpula que ordenaba secuestros, desplazamientos, atentados, reclutamiento de menores y asesinatos. No hablamos de alguien ajeno al poder dentro de esa estructura, sino de una persona cercana al núcleo más duro y violento de la guerrilla. Además, fue pareja de uno de los jefes más crueles que ese grupo produjo: un hombre señalado por violaciones sistemáticas, castigos despiadados y homicidios atroces. Ese es el pasado que hoy muchos pretenden minimizar.

Ahora, mientras Ramírez porta el título de senadora y recibe un salario financiado por los impuestos de millones de colombianos que sí han vivido dentro de la ley, su propio hijo aparece vinculado al comando de la Segunda Marquetalia. Esta facción armada retomó las armas sin ningún remordimiento y continúa secuestrando, extorsionando y reclutando jóvenes. En otras palabras, no dejaron de delinquir. Cambió el nombre, cambiaron algunas caras, pero la lógica criminal sigue intacta.

Ante esto, ¿cómo puede el país confiar? ¿Cómo pedirle a las víctimas que crean en un proceso que prometió ruptura total con la violencia pero hoy muestra que, en algunos casos, la violencia simplemente pasó de una generación a otra?

Colombia sí cree en las segundas oportunidades. Este país siempre ha sido más noble de lo que muchos merecen. Pero creer en el perdón no significa perder la memoria. Creer en la reconciliación no significa ser ingenuo. La paz no puede ser excusa para ignorar realidades. No puede ser el pretexto para permitir que algunos vivan en la institucionalidad mientras su entorno inmediato sigue vinculado al crimen.

El país necesita explicaciones. Necesita claridad. Necesita saber por qué quienes representan la “nueva cara” de la antigua guerrilla siguen rodeados por las mismas sombras que tanto dolor causaron. No es odio. No es persecución. Es un reclamo legítimo de un pueblo cansado de que le pidan callar en nombre de una paz que, a veces, parece beneficiar más a los victimarios que a las víctimas.

Hay familias donde la violencia parece heredarse. Donde el crimen se transmite como si fuera un legado inevitable. Esa es una verdad dura, incómoda, pero real. Y Colombia ya no puede seguir ignorándola.

Callar nunca ha traído paz. Sólo ha prolongado los dolores del país. Por eso hoy hay que decirlo con firmeza: la violencia no desaparece cuando se esconde; desaparece cuando se enfrenta. Y llegó la hora de enfrentarla, venga de donde venga, sin privilegios, sin silencios y sin excepciones.

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