Por: Jorge García Quiroga
Opinión
Hablar de poder es hablar de una fuerza que acompaña a la humanidad desde sus orígenes. Aunque solemos asociarlo con gobiernos, líderes o grandes instituciones, en realidad está presente en cada rincón de la vida cotidiana. El poder no es otra cosa que la capacidad de influir, de tomar decisiones que afectan a otros y de transformar realidades. Lo interesante es que, más allá de juicios morales, a todos nos atrae de alguna manera. Esa fascinación es antigua, tiene bases biológicas y se ha reforzado históricamente en nuestra cultura.
Desde la mirada de la psicología evolutiva, el deseo de poder está ligado a la supervivencia. En las primeras comunidades humanas, quienes lograban convencer, organizar o dirigir tenían más posibilidades de asegurar recursos y protección. Esa capacidad no solo garantizaba su bienestar, sino también el de su grupo. De hecho, algo similar ocurre en muchas especies animales: los individuos dominantes acceden a mejores condiciones y aumentan sus probabilidades de transmitir sus genes. En los humanos, este mecanismo se tradujo en la búsqueda constante de influencia y liderazgo.
La ciencia también muestra que el poder está vinculado al placer. Estudios en neurociencia revelan que ejercer influencia activa circuitos cerebrales que liberan dopamina, el neurotransmisor que produce sensaciones de recompensa y motivación (Keltner, Gruenfeld & Anderson, 2003). Esto explica por qué dirigir, decidir o ser escuchados resulta satisfactorio. No necesariamente porque signifique dominar a otros, sino porque nos da la certeza de que nuestras acciones importan. Así, el poder puede volverse una especie de necesidad que refuerza nuestra autoestima y nos conecta con los demás.
Históricamente, el poder ha adoptado distintas formas según la época. En la antigüedad se vinculaba a lo sagrado: faraones, emperadores o reyes legitimaban su autoridad como representantes de los dioses. Con la modernidad, el poder se relacionó con la razón, la ley y el conocimiento. En la actualidad, además de estar en manos de los gobiernos, se manifiesta en espacios mucho más amplios: la tecnología, los medios de comunicación, las redes sociales e incluso la opinión pública. Hoy cualquiera que tenga un teléfono y una red puede influir, aunque sea en un pequeño círculo. El poder dejó de ser monopolio de unos pocos para repartirse en millones de interacciones cotidianas.
Esto nos lleva a entender por qué todos lo deseamos, aunque no siempre de la misma manera. Algunos lo buscan en cargos de autoridad, otros en el reconocimiento laboral o académico, otros en el respeto dentro de su familia, y muchos en la visibilidad que ofrecen las redes sociales. Todos compartimos, en algún grado, la necesidad de que nuestras decisiones tengan un impacto, de sentir que no pasamos desapercibidos y que lo que hacemos tiene valor.
En el fondo, el poder nos atrae porque refleja nuestra condición humana: queremos dejar huella, influir en nuestro entorno y asegurarnos de que nuestra voz cuenta. No se trata necesariamente de dominar, sino de existir para los demás a través de nuestras acciones. Comprenderlo de esta manera permite mirar el poder sin miedo ni idealización, simplemente como una fuerza compartida que está en nuestras raíces, en nuestra historia y en nuestra vida diaria.