Por:Jorge García Quiroga
Opinión
El reciente hallazgo de 17 niñas y niños, incluido un bebé, bajo el control de la secta Lev Tahor en Yarumal, Antioquia, vuelve a poner sobre la mesa un tema doloroso, complejo y necesario: el poder psicológico, emocional y social que pueden ejercer ciertos grupos cerrados sobre personas vulnerables. Aunque parezca un fenómeno lejano o propio de películas, la historia demuestra que estas situaciones se repiten en distintos países, épocas y culturas.
Las sectas, a diferencia de las religiones organizadas y transparentes, suelen operar bajo dinámicas de control extremo, aislamiento y obediencia total hacia un líder o un pequeño grupo de dirigentes. Lev Tahor no es una excepción. Desde los años ochenta, esta comunidad ultraortodoxa ha sido señalada por secuestro, maltrato y abuso infantil. Han cambiado de país varias veces, evitando controles y buscando lugares donde instalarse sin levantar sospechas. Lo sucedido en Antioquia es parte de un patrón global que se ha visto antes: grupos que se esconden detrás de discursos espirituales o morales para mantener sometidas a familias enteras, especialmente a los menores.
Pero más allá del hecho puntual, surge una pregunta clave: ¿qué pasa por la mente de quienes organizan, lideran o sostienen estos grupos? Las investigaciones internacionales han mostrado que muchos de estos líderes poseen rasgos psicológicos complejos: una mezcla de carisma, necesidad de control, visión mesiánica y una profunda convicción de estar “por encima” de la sociedad y sus leyes. Para ellos, crear una comunidad cerrada suele ser una forma de materializar una idea idealizada del mundo, una visión donde el líder se convierte en padre, maestro, juez y salvador. Ese poder absoluto, sumado al aislamiento, facilita los abusos.
También hay factores sociales. Las sectas suelen surgir en contextos de incertidumbre, crisis, pobreza, migración o vacío emocional. Muchas personas que terminan en estos grupos no llegan por maldad, sino buscando protección, identidad o respuestas a problemas profundos. Con el tiempo, la manipulación, el miedo, las amenazas y la dependencia emocional hacen el resto. Una madre o un padre, incluso amando a sus hijos, puede quedar atrapado en una estructura de control tan rígida que ya no distingue entre obediencia y abuso.
Frente a situaciones como la de Lev Tahor en Yarumal, la sociedad tiene un reto enorme: crear conciencia sin caer en la estigmatización fácil. No todas las comunidades religiosas son sectas, ni todos los creyentes son manipuladores. La clave está en identificar patrones de riesgo: aislamiento, prohibición de contacto con el mundo exterior, obediencia ciega, castigos físicos o psicológicos, matrimonios forzados, prohibición de educación formal, y la idea de que el grupo es “la única verdad”.
Los niños, por supuesto, son los más vulnerables. Ellos dependen completamente de sus cuidadores, y cualquier sistema cerrado que limite su libertad, educación o bienestar es un terreno fértil para el abuso. Lo ocurrido en Antioquia debe servir para fortalecer los sistemas de alerta temprana, mejorar la articulación institucional y recordar que la protección de la niñez no tiene fronteras ni excepciones culturales.
Hablar de estos temas, sin insultar ni culpar, ayuda a que como sociedad entendamos mejor los mecanismos del control psicológico y las realidades de quienes terminan atrapados en estos grupos. Solo así podremos prevenir, acompañar y actuar a tiempo. Porque cuando un niño está en riesgo, todos tenemos responsabilidad.
