Por: Edwin Renier Valencia Rodríguez
Administrador en Finanzas y Relaciones Internacionales
Opinión
Había una vez, en un pequeño pueblo, un hombre llamado Luis. Con esfuerzo y mucha esperanza, Luis había decidido emprender su propio negocio: una tienda de productos locales. Desde pequeño, había soñado con tener su propio espacio, un lugar donde pudiera ofrecer algo único a su comunidad, mientras generaba empleo y aportaba a la economía local.
Al principio, todo parecía prometedor. Los primeros meses fueron de aprendizaje. Luis pasaba largas jornadas organizando inventarios, negociando con proveedores, y asegurándose de que sus clientes tuvieran una experiencia agradable en su tienda. La gente de la localidad, al principio, estaba feliz de ver un negocio local florecer, y Luis sentía que poco a poco su esfuerzo estaba valiendo la pena.
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que, detrás del brillo de la satisfacción inicial, había muchas dificultades que no había anticipado. A medida que su negocio crecía, también lo hacían las obligaciones. Las cargas impositivas aumentaban sin cesar, con impuestos que parecían no tener fin. Había impuestos nacionales, locales, y otros que cambiaban de acuerdo con cada nueva legislación. Luis tenía que pagar por todo, incluso por cosas que no entendía completamente, y sin poder hacer mucho al respecto. Además, cada mes tenía que presentar informes detallados sobre sus ventas, inventarios y gastos, algo que le absorbía tiempo que no podía dedicar a lo que realmente le apasionaba: su negocio.
Lo más frustrante de todo era la indiferencia de las autoridades locales. A pesar de que su tienda era uno de los pocos negocios que generaba empleo en la zona, las autoridades parecían no notar sus esfuerzos. No había incentivos para los pequeños empresarios, y las políticas fiscales y administrativas parecían más diseñadas para hacerle la vida más difícil que para ayudarle a crecer. Luis intentó en varias ocasiones, exponerles su caso, e incluso proponer soluciones viables para reducir las cargas impositivas para los negocios pequeños, pero siempre recibía las mismas respuestas: promesas vacías y justificaciones burocráticas.
“Nosotros necesitamos recaudar para el desarrollo de la comunidad”, le decían, mientras Luis veía cómo su negocio se veía ahogado por una constante presión financiera. Los servicios públicos que recibía a cambio de sus impuestos eran deficientes y, en ocasiones, nulos. La calle frente a su tienda estaba llena de baches, el alumbrado público no funcionaba correctamente, y la seguridad parecía estar cada vez más ausente. Sin embargo, los impuestos seguían llegando puntuales, y los pagos por servicios siempre aumentaban, aunque la calidad de los mismos no mejoraba.
Luis se sentía cada vez más impotente. A pesar de los sacrificios, su negocio seguía a flote, pero siempre con la incertidumbre de si lograría pagar todo lo que debía. Se encontraba ante una disyuntiva: ¿debería seguir luchando, o cerrar su tienda y buscar otro empleo que le diera algo de estabilidad? Pero el pensamiento de cerrar su negocio lo llenaba de tristeza, pues sabía que perdería todo lo que había construido.
A medida que pasaban los meses, Luis comenzó a pensar en las opciones que tenía para sobrevivir en ese mar de dificultades. Sabía que las autoridades no cambiarían su actitud de un día para otro, pero también comprendía que su negocio era vital no solo para él, sino para la comunidad. Decidió que seguiría buscando maneras de resistir, incluso si las autoridades no cambiaban. Después de todo, el destino de su negocio y de la comunidad estaba en sus manos. Encontró que en otras latitudes entendian la problemática y le ofrecieron mejores garantías.
Al final, aunque la batalla nunca fue fácil, Luis aprendió que la resiliencia, la creatividad y la colaboración eran claves para sobrevivir en un entorno que, muchas veces, no se muestra amigable con los pequeños empresarios.