Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina
Opinión
En los últimos días, Gustavo Petro ha demostrado que no solo gobierna con soberbia, sino también con una preocupante irresponsabilidad. Lejos de bajar el tono en medio de la tensión política y social que atraviesa el país, ha optado por intensificar su discurso incendiario, alimentando la polarización, desafiando las instituciones y sembrando un ambiente de confrontación permanente que pone en riesgo la vida e integridad de muchos colombianos.
Su comportamiento no es solo imprudente: es peligroso. Las palabras del presidente tienen un peso institucional que él mismo se niega a reconocer. Cada vez que lanza señalamientos desde su cuenta oficial de X, cada vez que arenga contra la oposición, cada vez que presenta a sus contradictores como enemigos del pueblo, abre la puerta para que sus fanáticos interpreten sus palabras como órdenes encubiertas.
El atentado reciente contra el senador Miguel Uribe Turbay no puede desligarse del clima hostil que Petro ha construido y estimulado. Porque, aunque no haya pruebas directas que lo vinculen, sí existe una evidente responsabilidad política y ética por parte de quien ha convertido el señalamiento en su herramienta preferida de “debate”. Y lo más alarmante es que ni siquiera hechos tan graves como ese lo detienen: al contrario, los utiliza para reforzar su narrativa del “poder contra el pueblo”, del “golpe blando”, del “bloqueo al cambio”.
A esto se suma una larga lista de contradicciones, engaños y promesas rotas que lo convierten en el presidente más incoherente que ha tenido Colombia en décadas. Durante su campaña, Gustavo Petro se comprometió públicamente a respetar la institucionalidad, a no cerrar el Congreso, a no impulsar una constituyente por la puerta de atrás, a no dividir al país, a defender la vida y a gobernar para todos. Hoy, menos de dos años después, ha incumplido cada una de esas palabras.
Esta semana, Petro confirmó en su cuenta de X que promoverá una papeleta en las elecciones legislativas de 2026 para convocar a una Asamblea Constituyente. ¿No era él quien decía que jamás buscaría reformar la Constitución sin el consenso del pueblo y el Congreso? ¿No fue él quien aseguraba que no atentaría contra la Carta del 91, a la que tanto ha citado cuando le conviene? Y esto no es un hecho aislado. Es parte de una estrategia sostenida de acumulación de poder por vía del caos, disfrazada de supuesta voluntad popular. Veamos algunos de los puntos que lo desenmascaran como un gobernante incoherente, inconsistente y cada vez más autoritario:
- Prometió no buscar una constituyente.
Hoy no solo la promueve abiertamente, sino que propone imponerla mediante una papeleta, sin discusión nacional ni marco legal. Todo un intento de golpe blando a la democracia.
2 . Dijo que respetaría al Congreso
Pero cada semana lo ataca, lo deslegitima y lo acusa de ser el obstáculo del “cambio”. Lo desconoce como poder independiente y ahora quiere suplantarlo con un “poder constituyente” difuso.
- Aseguró que defendería la independencia judicial.
Sin embargo, no pierde oportunidad para atacar a la Corte Suprema, al Consejo de Estado y a los jueces que no fallan a su favor. Solo aplaude las decisiones judiciales cuando le convienen políticamente.
4 . Afirmó que lucharía contra la corrupción.
Pero mantiene en el poder a ministros y funcionarios cuestionados. Entrega burocracia a clanes políticos tradicionales y premia con contratos a aliados que le garantizan lealtad ciega, no transparencia.
5 . Dijo que no dividiría al país.
Y, sin embargo, ha sido el principal promotor de una narrativa de odio entre ricos y pobres, entre “el pueblo” y “los enemigos del cambio”, entre “la gente” y “los oligarcas”. Divide para reinar.
6 . Prometió mejorar la seguridad.
Pero en vez de enfrentar al crimen organizado, decidió negociar con él. Hoy, los grupos armados se han fortalecido bajo la excusa de la “paz total”, mientras los ciudadanos de bien mueren, los líderes sociales son amenazados y los senadores opositores son blanco de atentados.
Gustavo Petro no solo ha incumplido su palabra. Ha utilizado su poder para fracturar a la sociedad, para deslegitimar las instituciones y para imponer una visión personalista del Estado, donde todo gira en torno a él, su voluntad y su narrativa. Y para completar el despropósito, su lenguaje ya no es solo radical: es burdo, confuso y hasta peligroso desde el punto de vista legal. Esta semana, en su desespero por defender la “constituyente vía papeleta”, confundió los términos “derogar” y “revocar”, dejando en evidencia no solo su desprecio por las formas legales, sino también su desconocimiento básico de las herramientas jurídicas. Ojalá sus asesores, si todavía los escucha, le aclaren que una ley no se deroga en las urnas… se revoca o se declara inconstitucional. Pero en este gobierno, hasta las palabras se usan como armas, aunque estén mal empleadas.
Colombia necesita serenidad, institucionalidad y respeto por el Estado de Derecho. Pero hoy tenemos un presidente que le habla a la tribuna, que convoca al caos, que siembra odio y que, cuando las cosas no salen como quiere, amenaza con cambiar las reglas del juego.
La democracia no puede ser rehén de un solo hombre. La constitución no puede estar a merced de un capricho presidencial. Y el país no puede seguir tolerando que la violencia se alimente con discursos oficiales.
Es hora de alzar la voz. No solo por la oposición, no solo por los amenazados, sino por la propia supervivencia de nuestra república.
