Por: Jorge García Quiroga
Opinión
La propiedad privada ha acompañado a la humanidad desde que dejamos de ser nómadas y comenzamos a cultivar la tierra. Lo que en un inicio era compartido, como los bosques, los ríos y los animales, pasó a dividirse entre quienes reclamaban un pedazo como suyo. Desde entonces, la propiedad se convirtió en una idea central para organizar la vida en comunidad.
En la antigüedad, los griegos asociaban la propiedad con la ciudadanía y en Roma se convirtió en un derecho regulado, con normas escritas que aún inspiran a muchos sistemas jurídicos actuales. En la Edad Media, la tierra estaba bajo el control de reyes y señores feudales, mientras campesinos trabajaban sin garantías. La Revolución Francesa cambió esa visión al declarar la propiedad privada como un derecho fundamental, al mismo nivel que la libertad y la igualdad.
En América Latina, el proceso tuvo un matiz particular. Los pueblos originarios concebían la tierra como un bien colectivo, ligado a la supervivencia de la comunidad. Con la llegada de los españoles, esa concepción fue reemplazada por un sistema en el que grandes extensiones pasaron a manos de la Corona. Más tarde, tras las independencias, la tierra se concentró en manos de élites criollas, dejando a indígenas, afrodescendientes y campesinos al margen. Ese pasado explica buena parte de los conflictos y desigualdades que todavía persisten en la región.
En Colombia, la historia de la propiedad privada ha estado marcada por tensiones y transformaciones. Desde la Colonia, la tierra estuvo concentrada en grandes haciendas, mientras amplios sectores carecían de títulos formales. A lo largo de la República se intentaron reformas agrarias con resultados limitados, y el tema de la tierra se convirtió en un eje de conflictos sociales y políticos.
En la actualidad, el marco legal es claro. La Constitución de 1991 reconoce la propiedad privada como un derecho protegido, pero no absoluto: debe cumplir una función social y ecológica. Esto significa que no solo otorga beneficios al propietario, sino también responsabilidades frente a la comunidad y al medio ambiente. El Código Civil, por su parte, regula cómo se adquiere, transmite y protege la propiedad, ofreciendo seguridad jurídica a quienes poseen bienes. Además, la ley contempla la posibilidad de expropiación en casos de utilidad pública, siempre con indemnización justa, como muestra de que el interés general también forma parte del equilibrio legal.
En el Huila, estas realidades se viven a diario. Para un campesino, contar con un título de propiedad es más que un documento: es la certeza de que su trabajo tiene respaldo y de que sus hijos no perderán la tierra. En las ciudades, respetar la propiedad privada genera confianza, impulsa inversión y da estabilidad a los proyectos colectivos.
La historia nos enseña que la propiedad privada no es solo un asunto jurídico o económico. Es un símbolo de seguridad, dignidad y futuro. Comprender su evolución y respetar sus límites legales es esencial para que este derecho siga siendo una base de orden y convivencia, y no un motivo de división.
