Por: Carlos.Ernesto Álvarez Ospina
Opinión
Gustavo Petro llegó al poder prometiendo un quiebre histórico de acabar con las viejas prácticas y dignificar lo público y desterrar la corrupción que por décadas ha carcomido al Estado colombiano. Sin embargo tres años después su gobierno no solo incumplió esa promesa sino que terminó reproduciendo y en algunos casos profundizando las mismas mañas que tanto criticó cuando estaba en la oposición.
La realidad es inocultable el gobierno Petro ya no enfrenta simples escándalos políticos sino procesos penales con exministros en prisión, congresistas capturados y una red de corrupción que salpica al Ejecutivo al Congreso y a entidades clave del Estado. El llamado gobierno del cambio terminó siendo un gobierno atrapado por la misma corrupción que juró combatir.
El caso de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres UNGRD es el símbolo más vergonzoso de esta debacle moral. Recursos destinados a atender emergencias, salvar vidas y asistir a las regiones más vulnerables habrían sido usados como moneda de cambio para comprar apoyos políticos en el Congreso. Carrotanques inflados, contratos amañados y coimas disfrazadas de inversión social revelaron un esquema que hoy tiene a exdirectivos presos y a altos funcionarios bajo investigación. Pero lo más grave es que este entramado no se quedó en niveles medios. Dos exministros del gabinete de Petro Ricardo Bonilla y Luis Fernando Velasco fueron enviados a prisión esta semana señalados de participar o permitir estas prácticas. No se trata de funcionarios menores, uno manejó las finanzas del país y el otro fue el encargado de la relación política con el Congreso. Si ellos no sabían lo que ocurría, el gobierno fue incompetente, si lo sabían y lo permitieron fue cómplice. En ambos escenarios la responsabilidad política es ineludible.
A esto se suma la captura de expresidentes del Senado y la Cámara aliados clave del Ejecutivo y la investigación de asesores presidenciales. La corrupción dejó de ser una acusación externa para convertirse en un problema estructural del propio proyecto político.
El discurso oficial intenta escudarse en una frase recurrente que la justicia actúe. Y sí es positivo que la justicia funcione. Pero ese argumento no exonera al presidente de su responsabilidad política. Petro no fue un espectador fue quien nombró defendió y sostuvo a muchos de los hoy investigados incluso cuando ya existían alertas públicas y denuncias.
A la crisis institucional se suma un golpe aún más delicado el caso de Nicolás Petro hijo del presidente procesado por presuntas irregularidades en el manejo de dineros. Aunque se trate de una responsabilidad individual el impacto político es devastador. El mensaje que recibe el país es demoledor el poder no solo corrompió a funcionarios sino que terminó salpicando el círculo más íntimo del presidente.
El problema de fondo no es solo legal, es ético. Petro construyó su legitimidad atacando a otros gobiernos por corrupción. Hoy su administración enfrenta más funcionarios investigados capturados o encarcelados que muchos de los gobiernos que él mismo señalaba. La diferencia es que aquellos no se autoproclamaban superiores moralmente.
Colombia necesita coherencia en su liderazgo y respeto por lo público. Cuando un gobierno que prometió ser distinto termina rodeado de escándalos, lo que fracasa no es solo una administración, fracasa una narrativa, una bandera y una esperanza colectiva.
El cambio no llegó. Y lo que quedó fue un país más desconfiado instituciones golpeadas y la amarga certeza de que la corrupción no se combate con discursos sino con carácter controles reales y ejemplo desde la cabeza del poder.
