Por: Jorge García Quiroga
Opinión
En la política, en el amor, en el trabajo y en la vida en comunidad, la empatía es como un hilo que mantiene unida la convivencia. No es solo “ponerse en los zapatos del otro”, sino caminar con ellos y sentir lo que siente. Y no siempre es fácil. La neurociencia social explica que ser empáticos gasta energía mental, requiere autocontrol y, a veces, nos obliga a ir contra nuestros propios prejuicios. Nuestro cerebro intenta protegernos del dolor ajeno, así que conectar con él es una decisión consciente.
En política, la empatía ayuda a que las diferencias no se conviertan en divisiones que nos separen para siempre. Cuando una persona que nos representa pasa por momentos difíciles, eso también afecta a la sociedad. Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD, 2023), en América Latina las tensiones políticas pueden reducir la participación de la gente y la confianza en las instituciones. El investigador Daniel Batson (Universidad de Kansas) ha demostrado que mostrar empatía incluso hacia quienes piensan distinto reduce la polarización y favorece el diálogo.
La empatía es un apoyo esencial en momentos de pérdida. Escuchar, acompañar y validar el dolor de los demás puede reducir el riesgo de depresión y favorecer la adaptación emocional, tal como señalan estudios de psicología positiva. No es un proceso sencillo: afrontar el dolor implica reconocer nuestra propia vulnerabilidad y aceptar que no siempre podemos ofrecer soluciones inmediatas. En muchos casos, la ausencia no elimina el vínculo, sino que transforma la manera en que lo vivimos.
En el trabajo, la empatía fortalece los equipos. Según Harvard Business Review (2021), las organizaciones con culturas empáticas reducen la rotación en un 25 % y mejoran el bienestar. Ante una crisis, no basta un comunicado: se requiere apoyo real, flexibilidad y líderes preparados para equilibrar la compasión con el cumplimiento de las tareas.
En lo social y comunitario, la empatía une y moviliza. Ante una pérdida, surgen vigilias o marchas que, según Stanford (2017), fortalecen la identidad colectiva y reducen la sensación de indefensión. Mantener esa cohesión exige constancia para que no se diluya con el tiempo.
La ciencia lo explica con las neuronas espejo, descubiertas por Giacomo Rizzolatti en 1996, que nos permiten sentir parte de lo que siente otra persona. Sin embargo, estudios de Decety y Lamm (2006) muestran que empatizamos menos cuando vemos al otro como muy diferente a nosotros. Por eso, hay que practicar la escucha activa, abrir la mente y mostrar compasión incluso hacia quienes no piensan igual.
La sociedad puede compararse con una estructura que, con el tiempo, desarrolla fisuras. Un hecho doloroso genera una grieta mayor. Si no se atiende, esta puede comprometer la estabilidad del conjunto. Repararla requiere acciones concretas basadas en empatía, cuidado y diálogo, lo que, a largo plazo, refuerza la cohesión social.
En momentos difíciles, la empatía no es un lujo: es lo que nos mantiene en pie. Y aunque cueste, es la herramienta más poderosa para transformar el dolor en fuerza colectiva.
