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“Aristóteles en Semana Santa: reflexiones desde una hamaca existencial”

Por: Luis Ernesto Salas Montealegre

Opinión

Si Aristóteles hubiera pasado una Semana Santa en el siglo XXI —pongamos en Cartagena, para darle un poco de realismo mágico— seguramente no estaría tomando selfies frente a una iglesia colonial. Estaría en alguna plaza, bajo la sombra de una ceiba, observando en silencio las procesiones… y a los que van a misa solo porque la suegra los arrastró.

Vamos al grano: Semana Santa es ese momento místico del calendario donde todos fingimos ser más espirituales que el resto del año… pero también donde se revelan las verdaderas amistades: las que te escriben para invitarte a playa, las que te piden que les cuides el perro mientras ellos se van a playa, y las que simplemente te clavan el “visto” y luego suben una historia con el caption “Con los reales 💯🔥” (y tú no estás ahí, obvio).

El viejo sabio griego, con su túnica polvorienta y cara de “he vivido más que tú”, se rascaría la barba y nos recordaría algo que escribió hace más de dos mil años: “El amigo es otro yo.” Claro, en su época eso significaba alguien con quien compartir virtudes, reflexiones y vino. Hoy, muchas veces, ese “otro yo” es más bien un espejo emocional: alguien que confirma nuestras quejas, valida nuestras excusas y, si está de humor, nos acompaña a huir de nosotros mismos.

Porque seamos honestos, el amigo contemporáneo no siempre está ahí para el crecimiento del alma. Está para decirte que no pasa nada si cancelas de nuevo, que ese mensaje pasivo-agresivo fue totalmente justificado, o que sí, que tú siempre tienes la razón y el mundo está mal. Es el cómplice de nuestras racionalizaciones, el eco de nuestras inseguridades con filtro de buena onda. Y claro, cuando llega Semana Santa, ese mismo amigo puede ir contigo a una procesión… siempre y cuando haya una buena terraza donde filosofar después con cerveza artesanal.

Aristóteles dividió la amistad en tres: por utilidad, por placer y por virtud. Y uno pensaría que con tanto tiempo que ha pasado, ya habríamos superado las primeras dos. Pero no. Sigue tan vivas como las promesas de cambio que hacemos cada Cuaresma y olvidamos antes de Pascua. El amigo útil es ese que se acuerda de ti cuando hay un plan. El de placer es el del vino, el chisme y la risa fácil. Pero el de virtud… ah, ese es otro cuento.

Ese es el que no necesita que le expliques por qué no quieres salir. El que respeta tu silencio. El que no te juzga si no ayunaste el viernes porque tenías antojo de empanada de carne. El que te acompaña en tu procesión interna, aunque no siempre sepa por qué caminas con esa cara de penitente existencial.

En el fondo, Aristóteles no nos pedía que tuviéramos mil amigos, sino uno, o dos, o tres con los que pudiéramos compartir la vida en su forma más cruda y honesta. Gente con la que no necesitas ser “amigable” porque la amistad ya está, como el incienso: invisible, pero evidente. Y no importa si esa amistad floreció en el gimnasio, en el colegio o en una fila eterna para conseguir medicamentos en una EPS. Lo que importa es que, al final del día, están ahí sin fingir.

Así que esta Semana Santa, además de recordar las grandes lecciones espirituales, podríamos recordar también las del viejo Aristóteles. Revisar con calma quién camina con nosotros por fe, por interés o por compañía sincera. Y si encontramos al menos un amigo por virtud, celebremos… aunque sea con empanadas.

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