Por: Luis Ernesto Salas Montealegre
América Latina y el Caribe se presentan como una región de contrastes fascinantes: un mosaico vibrante de biodiversidad y cultura, donde la riqueza de sus tradiciones se enfrenta a una de las distribuciones de ingreso más desiguales del mundo. Esta desigualdad, profundamente arraigada, se erige como un factor alimentador de la violencia, creando un ciclo vicioso en el que la pobreza y la falta de oportunidades se traducen en criminalidad.
La violencia en la región no es solo un problema social; representa un obstáculo significativo para el desarrollo económico. Las alarmantes tasas de criminalidad desincentivan la inversión y afectan la calidad de vida de los ciudadanos, perpetuando así la pobreza y la desigualdad. Las organizaciones criminales, que a lo largo del tiempo han diversificado sus operaciones y acumulado capital, complican aún más la lucha contra el crimen. Este fenómeno demanda un enfoque coordinado entre los países de la región, no solo en términos de esfuerzo nacional, sino también en colaboración internacional para abordar las causas y consecuencias de la criminalidad.
Las estadísticas son preocupantes: la tasa regional de homicidios es significativamente más alta que en economías avanzadas y naciones emergentes, con ocho de los diez países más violentos del mundo ubicados en América Latina. Ecuador, por ejemplo, ha vivido un aumento dramático en la violencia, transformándose de un país relativamente tranquilo en 2015 a uno con altas tasas de homicidio. Jamaica, a su vez, encabeza la lista con cifras alarmantes, reflejando un problema continuo de violencia en la región caribeña.
Es inquietante que una gran parte de las víctimas de la violencia sean jóvenes entre 17 y 30 años, y que la mayoría sean hombres. Esto resalta la naturaleza demográfica de la violencia, en la que la violencia armada se ha convertido en un problema significativo, superando el promedio mundial de ataques con armas de fuego. Sin embargo, a pesar de esta tendencia general hacia el aumento de la violencia, existen casos de mejora, como en Medellín y Cali, que sugieren que es posible revertir estas tendencias.
Colombia ha experimentado una disminución en su tasa de homicidios, aunque aún se encuentra por encima del promedio latinoamericano. El caso de El Salvador es particularmente interesante, pues el gobierno ha implementado políticas drásticas que han reducido la violencia, aunque esto ha generado controversia respecto a los derechos humanos y su impacto a largo plazo.
La crisis de violencia en la región no solo tiene implicaciones para la seguridad, sino que también afecta la salud pública y la cohesión social. Las políticas de seguridad, como las de El Salvador, muestran que la respuesta gubernamental puede variar ampliamente, generando un debate sobre los métodos utilizados y sus efectos a largo plazo.
El crimen tiene un costo significativo para la región, equivalente al 3,4% del PIB en 2022, lo que significa que recursos que podrían destinarse a áreas críticas como la educación se ven comprometidos. En Colombia, este costo asciende al 3,6% del PIB, reflejando una situación aún más grave que la media regional. Las pérdidas en capital humano, los gastos del sector público en la lucha contra el crimen, y los altos gastos en seguridad asumidos por el sector privado, constituyen una carga económica que afecta tanto a la productividad como a la calidad de vida.
Los efectos de la inseguridad no son solo económicos; también impactan la inversión extranjera, el empleo, la salud pública y la confianza ciudadana. Un aumento en la violencia puede llevar a la disminución del turismo, lo que a su vez tiene profundas repercusiones económicas y sociales.
El surgimiento de organizaciones criminales complejas, como el ‘Tren de Aragua’ y el ‘Cartel de Jalisco’, las llamadas disidencias de las FARC, el ELN, el Clan del Golfo, plantean un reto considerable para las autoridades. Esto destaca la necesidad de una respuesta robusta y coordinada. A pesar de la gravedad del problema, Colombia ha aprendido de sus experiencias pasadas y debe adoptar un enfoque más profesional hacia la inseguridad, basándose en inteligencia, datos precisos y análisis rigurosos para diseñar políticas efectivas.
Es imperativo que las instituciones mantengan un enfoque decidido en la lucha contra el crimen y la violencia. Cualquier desatención podría revertir los avances logrados como se ha visto en los departamentos del Cauca y Nariño. La gravedad de la inseguridad en Colombia y su impacto multifacético en la sociedad y la economía subrayan la necesidad de un enfoque integral y coordinado para abordar estos desafíos.