Por: Carlos Ernesto Álvarez Ospina
La reciente designación de Hernán Giraldo, alias Taladro, Héctor Buitrago y Hebert Veloza, alias HH, como “gestores de paz” por parte del gobierno de Gustavo Petro es un golpe brutal a la memoria y la dignidad de las víctimas de los peores crímenes que ha sufrido Colombia. Estas personas no son simples excombatientes; son criminales de guerra, responsables de masacres, violaciones y atrocidades que marcaron para siempre a miles de familias.
Hernán Giraldo es conocido no solo por su historial paramilitar, sino también por violar a más de 200 niñas, muchas de ellas menores de edad. Héctor Buitrago lideró masacres atroces que dejaron ríos teñidos de sangre y comunidades desoladas. Hebert Veloza, alias HH, confesó haber ordenado más de 3.000 asesinatos, un número que resulta escalofriante incluso para un país acostumbrado al dolor. ¿Cómo es posible que estas personas sean ahora llamadas gestores de paz?
El presidente Petro, quien en el pasado criticaba ferozmente cualquier acercamiento que no estuviera centrado en las víctimas, hoy viola los principios fundamentales de verdad, justicia, reparación y no repetición. Según la ley, los nombramientos de gestores de paz deben estar reservados para personas que hayan dejado atrás la violencia y no tengan delitos de lesa humanidad.
Sin embargo, el gobierno parece haber olvidado estas condiciones al nombrar a criminales que encarnan todo aquello contra lo que una sociedad en busca de reconciliación debería luchar. Lo más alarmante es el desdén hacia las víctimas. Ninguna de ellas fue consultada ni escuchada antes de estas designaciones.
En lugar de ser protagonistas del proceso de paz, como tanto se proclama, han sido relegadas al olvido, obligadas a revivir su dolor mientras sus victimarios reciben títulos de gestores de paz y, con ellos, privilegios injustificables. El problema no termina ahí. Este gobierno ya tiene un historial preocupante en sus designaciones.
Recordemos el caso de alias Firu, a quien se le otorgó un esquema de protección de la Unidad Nacional de Protección (UNP) solo para que después fuera encontrado con armas y camionetas de la entidad, junto a dinero de procedencia sospechosa. No solo no se ha aclarado este caso, sino que deja claro que la política de “paz total” de Petro no es más que una fachada para encubrir actos que generan más terror y desconfianza en el país.
¿A dónde nos lleva esto? Si seguimos por este camino, no sería extraño imaginar que si Pablo Escobar estuviera vivo, Petro también lo nombraría gestor de paz, argumentando que su capacidad para “generar cambios” justifica sus crímenes. Es una comparación que puede sonar absurda, pero las acciones del gobierno demuestran que ya estamos pisando terrenos igual de absurdos. La paz no puede construirse sobre los cimientos de la impunidad y el desprecio por las víctimas. Al contrario, cualquier esfuerzo genuino por reconciliar a la sociedad debe garantizar primero que los responsables de los peores crímenes enfrenten la justicia, no que sean premiados con títulos y beneficios que deshonran la memoria de los que ya no están.
El presidente Petro prometió un cambio, pero lo que está entregando es un país más dividido, más herido e incrédulo hacia sus instituciones. Su discurso de reconciliación no puede estar sustentado en decisiones que pisotean los principios de verdad y justicia. Si esto es lo que Petro entiende por “paz total”, entonces Colombia necesita, con urgencia, líderes que comprendan que la verdadera paz no se construye con los verdugos al mando.
Señor presidente, la historia no lo juzgará solo por sus intenciones, sino por las consecuencias de sus acciones. Hoy está sembrando desconfianza y dolor. Mañana, la nación exigirá cuentas.