Por: Fredy Ernesto Tovar Montenegro
Opinión
La precandidatura presidencial de Iván Cepeda despierta un debate que no se puede obviar en el actual escenario político colombiano. Más allá de simpatías o antipatías, Cepeda representa un caso singular: un político que ha construido su capital en la coherencia y en la confrontación con el poder, pero que aún no ha demostrado del todo su capacidad de gestión ejecutiva.
Cepeda ha sido, durante más de dos décadas, una de las voces más consistentes en la defensa de los derechos humanos, la paz y la memoria histórica. Ese rasgo lo diferencia de otros precandidatos que han transitado entre posturas de izquierda, centro o derecha según la conveniencia electoral. Su permanencia en una misma línea ideológica lo convierte en un referente de credibilidad, algo cada vez más escaso en el espectro político colombiano.
A diferencia de los aspirantes del centro, a veces percibidos como ambiguos o demasiado cautos, Cepeda transmite un mensaje claro. Su defensa de los diálogos de paz y su capacidad de interlocución con actores diversos, desde las guerrillas hasta sectores de víctimas, le otorgan un perfil de negociador que contrasta con la rigidez de buena parte de la derecha.
Sin embargo, su principal fortaleza también revela su mayor limitación. Cepeda es, esencialmente, un parlamentario y un líder político de oposición. Su experiencia está anclada en el debate legislativo, en la denuncia y en la defensa de causas históricas, pero no en la gestión administrativa. Este vacío abre interrogantes sobre su capacidad para dirigir un Estado complejo y manejar un gabinete con desafíos fiscales, sociales y de seguridad.
En este sentido, Cepeda necesitaría rodearse de figuras con experiencia técnica y administrativa para convencer al electorado de que puede trascender su papel de opositor y convertirse en un gobernante efectivo. La comparación con otros precandidatos de izquierda y centro que ya han tenido responsabilidades ejecutivas, como exalcaldes o exgobernadores, podría jugarle en contra.
Aun con estas limitaciones, Cepeda llega con ventajas frente a buena parte de sus eventuales competidores. En contraste con la derecha, su discurso no se apoya en el miedo ni en el relato de la seguridad perdida, sino en la construcción de justicia y reconciliación. Con referencia al centro, su autenticidad lo dista de discursos de unidad nacional que muchas veces carecen de sustancia. Y frente a algunos nombres de la propia izquierda, su trayectoria libre de escándalos lo coloca en un lugar de superioridad moral que no es menor en un país acostumbrado a los cuestionamientos éticos sobre sus dirigentes.
La primera meta que tiene Cepeda, será consolidarse como una figura competitiva dentro del progresismo, en un escenario donde Gustavo Petro sigue siendo referente, pero donde existe espacio para nuevos liderazgos. En una primera vuelta, Cepeda podría capitalizar un voto de opinión que busca coherencia y autenticidad, compitiendo directamente con figuras del centro como Sergio Fajardo o Alejandro Gaviria, si este último regresara al ruedo, quienes cargan con el lastre de sus derrotas o inconsistencias. Frente a la derecha, Cepeda encarna la contracara del discurso de orden y seguridad que ofrecen precandidatos uribistas como Paloma Valencia o María Fernanda Cabal, lo que le daría un lugar claro de confrontación en el debate público.
El gran interrogante será si Cepeda logra tender puentes más allá de la izquierda dura y atraer a votantes moderados que hoy se sienten huérfanos de representación. De conseguirlo, podría entrar con fuerza a una eventual segunda vuelta, no solo como un opositor de peso, sino como una alternativa real de gobierno. En un escenario donde el electorado castiga la incoherencia y la demagogia, su mayor fortaleza puede convertirse también en su principal ventaja estratégica.
