Por: Faiver Eduardo Hoyos Pérez
Opinión
Escribo estas líneas con el corazón encogido y la certeza amarga de que la vida, esa que creemos eterna cuando todo marcha bien, puede esfumarse en el momento menos pensado. Diogo Jota, delantero del Liverpool, y su hermano André, futbolista del FC Penafiel, viajaban juntos aquella madrugada del 3 de julio cuando el destino, algo caprichoso y muy despiadado, decidió apagarles sus ilusiones.
Solo once días habían pasado desde que Jota pronunció el “sí, quiero” a Rute Cardoso, la madre de sus tres hijos. Estaban en el vehículo en dirección a Sanabria, donde Diogo había celebrado su boda solo unos días antes. La felicidad aún brillaba en sus ojos, el futuro se extendía prometedor, y sin embargo, aquella madrugada en la A-52 de Zamora, todo se desvaneció como humo entre los dedos.
Me asombra pensar en lo fugaz que resulta esta existencia que habitamos con la arrogancia de los inmortales. He acá un claro ejemplo de lo frágiles que somos en el universo: un jugador de 28 años, en la cima de su carrera, recientemente campeón de la Premier League y de la UEFA Nations League, con casi 50 partidos con la selección nacional y una vida económica resuelta, nos recuerda en este episodio oscuro que ningún contrato millonario, ningún trofeo, ninguna gloria deportiva puede negociar con la muerte cuando esta decide presentarse sin invitación.
El destino parece tener una obsesión con algunos talentos deportivos: José Antonio Reyes se fue cuando su Mercedes voló a 187 km/h hasta que un neumático explotó y con él, todos los goles que le faltaron por marcar. La gloria del Real Madrid, Juanito, durmió por última vez en el asiento del copiloto aquella madrugada de 1992, y con él se apagó para siempre el grito de “Illa, illa, illa, Juanito maravilla” en el Bernabéu.
Por su parte, Fernando Martín llevaba en su Lancia los sueños de todo un país que lo vio conquistar la NBA, pero la lluvia de diciembre del 89 se los llevó todos. El croata Dražen Petrović eligió el coche en lugar del avión, y esa decisión aparentemente intrascendente borró del mundo a un genio de 28 años, la misma edad de Jota.
¿Y qué decir de Kobe Bryant? El Black Mamba que parecía invencible en la cancha encontró su final no en el asfalto sino en las colinas de Calabasas, cuando su helicóptero se estrelló llevándose también a su hija Gianna de 13 años. O nuestro ídolo Freddy Rincón, coloso del Real Madrid, quien ignoró un semáforo en rojo en Cali y eso le borró para siempre la magia de sus jugadas. Cómo olvidar la reciente tragedia del Chapecoense, todo un equipo volando hacia la gloria de la final de la Copa Sudamericana: 71 vidas segadas en las montañas colombianas, 71 historias que nunca conoceremos, 71 familias destrozadas en un instante.
Cada una de estas muertes nos grita una verdad que a veces preferimos ignorar, y es que la vida no distingue entre estrellas y mortales comunes, que su valor no se mide en trofeos ni en millones, sino en los momentos compartidos, en los abrazos dados, en las palabras dichas a tiempo. El talento o el dinero pueden inmortalizarte en la memoria colectiva, pero no pueden negociar ni un segundo extra cuando el reloj decide detenerse para tus seres queridos.
Pero más allá de las cifras frías, lo que me golpea es la reflexión inevitable sobre nuestra propia vida. En ocasiones vivimos como si fuéramos eternos, postergamos perdones, acumulamos rencores, dejamos para mañana las palabras de amor que deberíamos pronunciar hoy. En ese sentido, la muerte de Diogo Jota nos abofetea dejándonos claro que no hay un mañana garantizado.
La carretera, esa cinta de asfalto que une destinos, se convierte demasiado a menudo en el punto final de historias que debían continuar. Mientras el Liverpool retira para siempre la camiseta número 20 en honor al portugués, nosotros seguimos aquí, con el privilegio terrible de poder aprender de tragedias ajenas, pero lamentando las propias, ya que veo con angustia cómo nuestras vías cobran víctimas a diario, debido en muchos casos a la imprudencia vial y en otros al mal estado de las vías.
Solamente espero que esta pérdida absurda nos sirva al menos para recapacitar en muchos aspectos como conducir más despacio, abrazar más fuerte a nuestros seres queridos, perdonar más pronto. Porque de algo sí estoy seguro y es que la vida, querido lector, es apenas un suspiro entre dos silencios, y no sabemos cuándo llegará el último adiós.